10.01.2008

EL NUEVO MILENIO

HISTORIA DEL CINE XI. LOS AÑOS 90
Cine independiente y blockbusters

EMILIO C. GARCÍA FERNÁNDEZ | 6 de mayo de 2008
Este artículo contiene citas de otros estudios que publiqué previamente en las revistas Todo Pantallas y Cuadernos de Historia 16, en la Enciclopedia Universal de Micronet, y en los libros Historia universal del cine (Planeta, 1982), Guía histórica del cine (Film Ideal, 1997) y La cultura de la imagen (Fragua, 2006).


En Estados Unidos, el cine de los noventa aportó grandes novedades, sobre todo si lo comparamos con la década anterior. Para empezar, la pujanza del mercado del VHS y de los vídeojuegos reforzó la importancia de las franquicias, que permitían una explotación diversificada del producto audiovisual en varios formatos.
De cara a los estrenos, las grandes compañías apostaron por multiplicar el número de copias para su exhibición, lo cual les obligaba a reforzar la mercadotecnia precisa para recuperar su inversión a corto o medio plazo.
Y pese a la proliferación de festivales que impulsaban al cine independiente, éste último pasó a depender también de las majors, consolidando el vigor de los grandes grupos.

Lo cierto es que la década se abrió con el deseo de que el público adulto volviera a las salas. Por desgracia para los promotores de la medida, los estudios de mercado aún demostraban que la mayor parte de la audiencia estaba formada casi exclusivamente por adolescentes.
En todo caso, surgió un grupo de cineastas independientes que reclamaba la herencia de los setenta y se dirigía a una audiencia madura, tanto por su edad como por sus ambiciones intelectuales.
En dicho grupo se distinguieron tipos sumamente interesante. Por ejemplo, John T

Tras el enorme éxito de Atracción fatal (1987) e Instinto básico (1992) una de las fórmulas que se pusieron a prueba en el mercado fue el drama erótico. En esa corriente tan poco prometedora se inscribieron cintas olvidables, como Una proposición indecente (1993) y Striptease (1995), e incluso un biopic inspirado en el creador de la revista "Hustler", El escándalo de Larry Flynt (1996).

La generación del vídeo impuso nuevos modos de narrar, influidos por las novelas baratas, la televisión y los cómics. Desde el primer momento, el espectador medio agradeció esa combinación de diálogos de historieta, planificación dinámica y violencia estilizada que fue patentada por Quentin Tarantino, Tony Scott, Robert Rodríguez y Oliver Stone, y que se convirtió en la baza de títulos como Reservoir Dogs (1992), Amor a quemarropa (1993), Pulp Fiction (1994), Desperado (1994) y Asesinos natos (1994).

Si algo tenían en común todos estos largometrajes era la presencia de Tarantino en los créditos. Quizá por ello, se comenzó a hablar sobre el tarantinismo como una corriente con valor propio.
Junto a esas propuestas postmodernas, el cine convencional de aventuras aún demostraba su eficacia, alcanzando algunas cotas singulares con Maximo riesgo (1992), de Renny Harlin, y El fugitivo (1993), de Andrew Davis.

Por aquello de que nunca es malo aprovechar las sinergias del mercado, los best-sellers del momento fueron llevados a la pantalla sin pérdida de tiempo. Esto hizo ganar merecidísimas fortunas a escritores como Stephen King (La mitad oscura, 1992), Tom Clancy (Peligro inminente, 1994), Michael Crichton (Parque Jurásico, 1993) y John Grisham (El cliente, 1994).

Con la misma intención comercial, el universo del videojuego empezó a trasladarse al cine. Dos cintas muy mediocres fueron pioneras de esta corriente, Super Mario Bros (1993) y Mortal Kombat (1995). Por suerte, el modelo fue perfeccionándose, y en la década siguiente proporcionaría más de una obra interesante.

Antes cité a Michael Crichton, y no está de más recuperarlo para dedicar unas líneas a la campaña promocional que originó la adaptación de su novela, Parque Jurásico (1993), de Steven Spielberg. Digámoslo con claridad: si el público acudió a las salas, al margen del sello de calidad que ofrece el nombre de Spielberg, es porque la moderna tecnología digital había permitido unos efectos portentosos, llamativos por sí solos. Es aquí donde quedó establecido que un blockbuster (un éxito contundente desde el primer fin de semana) por fuerza debía ser también una película de efectos especiales.

Esta premisa, como ustedes saben, llega a nuestros días. Poco importa si el film es un policiaco o describe la piratería caribeña. El concurso de los trucajes visuales ha de ser tan llamativo como lo permita el presupuesto.

Los efectos especiales, por cierto, fueron utilizados sin discriminar lo necesario de lo superfluo, y acabaron convirtiéndose en el signo distintivo de la ciencia-ficción y el thriller de acción de los noventa.

Ello encareció los costos de producción y forzó una carrera tecnológica en la que el más difícil todavía fue una constante. La elaborada producción de Waterworld, el mundo del agua (1995), de Kevin Reynolds, fue una muestra indicativa. El guión, tirando a previsible, no era la baza decisiva de este film. Lo verdaderamente llamativo era la compleja imaginería acuática que, gracias a los efectos especiales, era mostrada en pantalla.
Con todo, Hollywood era mucho más que fuegos artificiales. Demostrando un talento que iba más allá de la interpretación, varios actores de primera fila se convirtieron en productores y directores. El ejemplo más citado era Clint Eastwood, que triunfó con Sin perdón (1992) tras casi dos décadas realizando películas excelentes.

Entre los más afortunados a la hora de dar este salto detrás de las cámaras, figuran Kevin Costner (Bailando con lobos, 1990), Mel Gibson (Braveheart, 1995), Jodie Foster (El pequeño Tate, 1991; A casa por vacaciones, 1995), Tim Robbins (Ciudadano Bob Roberts, 1992; Pena de muerte, 1995), Al Pacino (Looking for Richard, 1996) y Tom Hanks (The Wonders, 1996).

Por distintas razones, las tres películas más influyentes de la década en Estados Unidos fueron Titanic (1997), la maravillosa superproducción de James Cameron; Sexo, mentiras y vídeo (1989), de Steven Soderbergh, demostración de que el cine independiente podría ser taquillero; y Reservoir Dogs (1992), de Quentin Tarantino, cuyo influjo en el thriller fue destacadísimo por razones que ya expliqué más arriba.
Miramax Films, la compañía productora de Pulp Fiction (1994), fue adquirida por Disney, que a lo largo de la década consolidó su liderazgo en el campo del dibujo animado a través de títulos como La bella y la bestia (1991) y El Rey León (1994).

Corría el año 1995 cuando el primer largometraje de animación digital, Toy Story, fue producido por una filial de Disney, Pixar Animation Studios.
El cine europeo, que en una gran proporción se sostenía mediante las coproducciones, ofreció durante estos años un cine menos espectacular, aunque con una línea muy estable de calidad y creatividad.

Hubo, no obstante, grandes superproducciones europeas, como El pequeño Buda (1993), de Bertolucci, y Hamlet (1996), del prolífico shakespeariano Kenneth Branagh. Pero la base de la producción fueron cintas de alto prestigio y bajo coste como La bella mentirosa (1991), de Jacques Rivette, Tierras de penumbra (1993), de Richard Attenborough, Lloviendo piedras (1993), de Ken Loach, El cartero (y Pablo Neruda) (1994), de Michael Radford, Carrington (1995), de Christopher Hampton, Trainspotting (1996), de Danny Boyle, Rompiendo las olas (1996), de Lars von Trier, Secretos y mentiras (1996), de Mike Leigh, y Antonia (1996), de Marleen Gorris.

Francia lideró esta tendencia. Allí, la diversidad de propuestas se pudo descubrir en el cine de Betrand Tavernier (Un domingo en el campo, 1984; Ley 627, 1992; El capitán Conan, 1996), André Techiné (En la boca no, 1991; Los juncos salvajes, 1994), Claude Sautet (Un corazón de invierno, 1993), Bertrand Blier (Demasiado bella para ti, 1989), Patrice Leconte (Monsieur Hire, 1988; El marido de la peluquera, 1990; El perfume de Ivonne, 1993), Patrice Chéreau (La reina Margot, 1994), el citado Jacques Rivette (Alto, bajo, fuerte, 1995) y Agnés Varda (Ciento y una noche, 1995).

Como se deduce de la anterior enumeración, el cine galo intentó mantener siempre el equilibrio entre la línea de autor y la comercial, abriéndose de esta forma al mercado internacional. Si Jean Marie Poiré situó su comedia Los visitantes (1992) entre las películas más comerciales de la década, Jean-Jacques Annaud se convirtió en el cineasta francés más internacional, abordando coproducciones de envergadura tan notable como El nombre de la rosa (1986), El amante (1991) y Enemigo a las puertas (2000).

En esta edad dorada de la cinematografía francesa, Alain Corneau sorprendió con Todas las mañanas del mundo (1991), Régis Wagnier con Indochina (1992) y Jean Paul Rappeneau alcanzó dos notables éxitos de taquilla con Cyrano de Bergerac (1992) y El húsar en el tejado (1995).

Pero quien supo convertirse en un auténtico magnate cinematográfico fue Luc Besson. Después de acaparar la atención crítica con Subway (1984) y Nikita, dura de matar (1989), llegó a una audiencia universal con El quinto elemento (1997) y Juana de Arco (1999).
Bajo la influencia de Besson, se diseñaron producciones de corte norteamericano y patrocinio europeo, como Crying Freeman, los paraísos perdidos (1996), de Christophe Gans.
Francis Weber adaptó su mayor éxito teatral en La cena de los idiotas (1998), y Claude Zidi tradujo a imágenes un cómic de Uderzo y Goscinny, Astérix y Obélix contra César (1999), una desigual película que se convirtió en otro fenómeno taquillero.

Aprovechando esta buena racha, el cine francés se convirtió a lo largo de los años noventa en impulsor de películas de cineastas foráneos que alcanzaron una evidente notoriedad, y no sólo en festivales, sino también en el mercado internacional.

Así, diversos productores compartieron riesgos en películas como El olor de la papaya verde (1992), del vietnamita Tran Anh Hung; La mirada de Ulises (1995), del griego Theo Angelopoulos; El trío de Shanghai (1995), del chino Zhang Yimou; La otra América (1995), del yugoslavo Goran Paskaljivic; Genealogías de un crimen (1997), del chileno Raúl Ruiz; y El silencio (1998), del iraní Mohsen Makhmalbaf.
medida que el cine escandinavo iba replegándose hacia la tersura narrativa, fue adquiriendo sentido el movimiento cinematográfico que dio en llamarse Dogma 95.
Impulsado por un grupo de directores daneses, el Dogma rechazaba cualquier artificio a la hora de rodar, tanto en la imagen como en el sonido, y se apoyaba en la capacidad interpretativa de los actores.

Quizá el punto de partida del Dogma se deba encontrar en la propuesta formal que Lars von Trier realizó en Rompiendo las olas (1995), una película que supuso un revulsivo para el cine europeo de finales de siglo.
Las directrices narrativas del film de Trier apuntaron hacia dos dianas: el uso de la cámara y la función de los personajes. La cámara cambió su ubicación tradicional, y menudearon los largos planos secuencia, rodados con cámara en mano.
Esta fórmula evita el esquema básico cinematográfico del plano-contraplano, lo que hace posible la libertad absoluta a la cámara para envolver a los protagonistas de la historia. Con esto se invirtieron los términos: la cámara se sometió a los actores y no éstos al operador.

Con sus ideas recogidas en una película, y una vez comprobados los resultados, Trier se unió a directores como Thomas Vinterberg, Soren Kragh-Jacobsen y Kristian Levring, y juntos elaboraron un decálogo que se denominó Dogma 95, y que comenzó a llegar sin interrupción a las pantallas europeas desde ese momento.
A parti de entonces, los puntos que tienen que asumir todos los directores que deseen trabajar bajo la denominación Dogma, son los siguientes:
“Juro someterme al cumplimiento de las siguientes normas redactadas y confirmadas por Dogma ‘95:
El rodaje debe realizarse en exteriores que no pueden ser alterados. Si algún objeto en particular es necesario para la historia, debe elegirse una localización donde éste se encuentre.
El sonido no puede ser separado de las imágenes y viceversa. Nunca se añadirá música, salvo si está presente en la escena que se rueda.
La cámara hay que sostenerla en mano. Cualquier movimiento o inmovilidad conseguidos sin apoyo técnico está autorizado. La película no debe suceder donde está la cámara, sino que la grabación debe realizarse donde ocurre la acción.
El largometraje tiene que ser en color. La iluminación especial no está aceptada. Si hay poca luz, la escena habrá que eliminarla o dorarla con un solo foco sobre la cámara.
Los trucajes y filtros están prohibidos.
La película no debe contener acción superficial (asesinatos, tiroteos, persecuciones…).
Los cambios temporales y geográficos quedan prohibidos (La acción transcurre aquí y ahora).
Los géneros no son aceptables.
El formato técnico debe ser de 35 mm.
El director no puede aparecer en los créditos.
Además, juro que como director me abstendré de caer en preferencias personales. Ya no soy un artista. Juro que no intentaré crear una obra de arte, porque considero el instante como algo mucho más importante que el conjunto. Mi fin supremo es forzar que la verdad salga de mis personajes y de mis escenas. Juro hacer esto por todos los medios posibles, sacrificando cualquier consideración estética. De este modo, hago mi voto de castidad”.

Las primeras películas que consolidaron al movimiento están firmadas por sus fundadores: Celebración (1998), de Vinterberg, Los idiotas (1998), de Von Trier, Mifune (1999), de Kragh Jacobsen, y The King is Live (1999), de Levring.
Ni que decir tiene que, pese a su trascendencia mediática y profesional, las cintas Dogma no fueron las únicas producciones internacionales que conquistaron al público adulto.

De hecho, entre los grandes éxitos de la década, y siempre dentro de este apartado, salen a relucir películas como la canadiense Leolo (1992), de Jean-Claude Lauzon, las australianas El piano (1992), de Jane Campion, y Shine (1996), de Scott Ricks, las chinas La linterna roja (1991) y Qiu Ju, una mujer china (1992), de Zhang Yimou, y la cubana Fresa y chocolate (1993), de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabio.

1 comentario:

Kali Cano dijo...

¿Es el mnesmo de arriba? ÑAAAA