HISTORIA DEL CINE IX. LOS AÑOS 70
El cine de evasión
Quando uno escribe sobre el cine de los setenta, ha de enfrentarse a un prejuicio, y es que el sexo, las drogas y el rock and roll marcaron el fin del Hollywood clásico, dando paso a la decadencia que hoy nos desvela.
Bien: admitamos que, ciertamente, el viejo establishment se vino abajo. Pero pese a dicha evidencia no conviene infravalorar los logros de aquella década. De hecho, ya es hora de que le labremos una nueva reputación.
Los setenta constituyeron una edad dorada, acaso la última. En su transcurso, se rodaron cintas memorables. Sin ir más lejos, Chinatown (1974), de Roman Polanski, El hombre que pudo reinar (1975), de John Huston, Harry el sucio (1971), de Don Siegel, Bienvenido, Mister Chance (1979), de Hal Ashby, La última película (1971) y Luna de papel (1973), de Peter Bogdanovich, French Connection. Contra el imperio de la droga (1971), de William Friedkin, Malas tierras (1973) y Días del cielo (1978), de Terrence Malick.
Eso sin olvidar Malas calles (1973), Taxi driver (1976), El último vals (1978) y Toro salvaje (1980), los cuatro largometrajes que definieron la mejor etapa de Martin Scorsese.
En los primeros años setenta, las trayectorias profesionales de los cachorros del Nuevo Hollywood empezaban a tomar cuerpo. Es así como Francis Ford Coppola fundó American Zoetrope, Steven Spielberg constituyó Amblin, y George Lucas puso con Lucasfilm el primer pilar de su gran imperio.
Desde la mitad de la década, esa joven generación varió el rumbo de la industria. La grandes compañías estadounidenses veían tambalear su imperio debido al gran déficit acumulado. Fue el momento oportuno para el cambio. El gran empresario de toda la vida dio paso a un grupo de accionistas, quienes a su vez pusieron al frente de sus empresas a ejecutivos eficientes que debían defender su puesto buscando auténticos taquillazos.
Una llamada de atención, que irremediablemente marcó al cine posterior, fue el estreno de Tiburón (1975), de Steven Spielberg, y, sobre todo, La guerra de las galaxias (1977), de George Lucas, dos películas sin las que es imposible entender el reciente mercado estadounidense.
Por esta vía, se entró de lleno en la era dominada por el box-office, la lista de éxito elaborada a partir de la recaudación. Se hablaba de películas que más recaudan en un fin de semana, pero poco a poco se fue acortando esa referencia para señalar cual es la más taquillera el primer día de estreno. El mundo del cine pasó, por consiguiente, a moverse por unos derroteros claramente comerciales.
Mientras los grandes directores como Billy Wilder, John Huston, Fred Zinnemann, George Cukor, Martin Ritt y Elia Kazan entraban en una zona crepuscular, surgía con fuerza el grupo formado por Don Siegel, Woody Allen, Bob Fosse, Robert Altman, Spielberg, Coppola, Martin Scorsese, George Lucas y Brian de Palma.
Estrenos de corte clásico, como El golpe (1973), de George Roy Hill, con Paul Newman, Robert Redford y Robert Shaw en los principales papeles, no parecían detener la marea de cambios que se avecinaba.
Consciente de ello, Francis Ford Coppola empezó a buscar una vía alternativa que le diera más independencia de la estructura industrial de Hollywood. Después de reunir un mínimo capital financiero, fundó a finales de 1969 la American Zoetrope, la productora que tanta relevancia tuvo en su vida.
En esta tesitura, Francis ayudó a George Lucas a sacar adelante sus primeros proyectos. Mientras tanto, abordó el encargo de la Paramount de dirigir El Padrino (1972), una sorprendente saga en torno a la mafia, escrita por Mario Puzo.
El resultado fue, como todos ustedes saben, fascinante. Y además consolidó a Coppola como uno de los mejores directores del momento. Comercialmente, fue una de las películas más taquilleras de todos los tiempos. Luego llegarían dos entregas más (El padrino II, 1974; El padrino III, 1990), que resultaron asimismo excelentes.
Coppola dedicó a Apocalipsis Now (1979) varios años de su vida y se empecinó en completar un rodaje que alcanzó altos grados de locura. Publicitado como una aventura obsesionante, ese viaje de Benjamin Willard (Martin Sheen) al encuentro del coronel Walter E. Kurtz (Marlon Brando) resultó una de las historias visuales más impactantes que jamás se han visto sobre el conflicto de Vietnam.
Por medio de Zoetrope, Coppola deseaba consolidar un equipo de trabajo con el que se pudiera hacer frente a producciones de bajo coste y con la máxima independencia. Él ejerció como propietario, George Lucas fue el vicepresidente de la firma –se separaron después de rodar THX 1138– y Mona Skager, la encargada de la administración.
Dando un respiro a los acreedores, los primeros proyectos fueron avalados por Warner Bros-Seven Arts.
Zoetrope dispuso de un local que pronto dispuso de una amplia gama de equipos de rodaje y postproducción. Tras rodar El Padrino, Coppola volvió a consolidar el estudio. Para ello compró un edificio en San Francisco. También compró un teatro (el Little Fox, donde pensaba crear una escuela de actores), dispuso de una revista, City, que desapareció en 1976, y fue accionista de Cinema 5, una empresa que distribuyó películas extrajeras en Estados Unidos.
Después de una nueva crisis, en 1979 adquirió los Hollywood General Studios, que fueron revendidos cinco años más tarde –para salir de otra crisis– al millonario canadiense Jack Singer.
Antes cité Tiburón, una película de género que llevaba una carga de profundidad. Es un buen punto de partida para hablar de otras películas que, desde el terror y la fantasía, describían aquel tiempo en el que la guerra del Vietnam, la contracultura y el empleo de drogas condicionaron el pensamiento juvenil.
El estilo documental a la hora de mostrar la violencia reaparecía en La matanza de Texas (1974), de Tobe Hooper, título en el que los psicópatas eran una familia de carniceros del Medio Oeste, liderados por el benjamín, un gigante deforme que cubría su rostro con una piel humana. “Leatherface”, que tal era su nombre, pronto se hizo popular entre los aficionados, siendo el primer criminal de este tipo que despertaba las simpatías del público.
A finales de los sesenta, coincidiendo con la explosión demográfica, comenzaron a aparecer producciones en las que los niños eran el agente que trae el horror, comúnmente asociado con las fuerzas diabólicas. Tres títulos ejemplifican este contenido: La semilla del diablo (1968), de Roman Polanski; El exorcista (1973), de William Friedkin; y La profecía (1976), de Richard Donner.
Al margen de esa variante luciferina, el público experimentó ese mismo miedo gracias a ¡Estoy vivo! (1974), de Larry Cohen, y a Cromosoma 3 (1979), de David Cronenberg.
Stephen King, por entonces un pujante novelista de terror, dio al cine un primer argumento que también se relacionaba con la infancia. La adolescente de Carrie (1976), de Brian De Palma, tiene poderes psíquicos que, por culpa de su opresiva madre y de la incomprensión de sus compañeros, desembocan finalmente en una masacre. Niños y jóvenes parecían destinados en esta etapa a convertirse en portadores de desgracia en una mayoría de títulos.
En la referencia a “Leatherface” quedaba consignada una nueva tendencia de los aficionados, cada vez más proclives a simpatizar con el villano en lugar de con el héroe. Producciones como Las colinas tienen ojos (1977), de Wes Craven; La noche de Halloween (1978), de John Carpenter; y Viernes 13 (1981), de Sean S. Cunnigham, contaban con personajes centrales de conciencia alterada, sádicos y generalmente guiados exclusivamente por el único afán de asesinar al número máximo de víctimas.
En contraste, la ciencia ficción proponía argumentos mucho más esperanzadores. La guerra de las galaxias (1977), de George Lucas, es una de las películas más populares de todos los tiempos. Además, inauguró una nueva edad de oro del género, convertido ya en un estilo en el que incluso era posible mezclar elementos del cine bélico, el western y el cine de capa y espada.
Las dos primeras continuaciones, El Imperio contraataca (1979), de Irvin Kershner; y El retorno del Jedi (1983), de Richard Marquand, convirtieron la saga galáctica en una fuente constante de beneficios, gracias a la mercadotecnia derivada de su explotación, a los pases televisivos, a la venta en vídeo y a los reestrenos.
El mismo año que Lucas consiguió su gran éxito, llegó a las pantallas Encuentros en la tercera fase (1977), de Steven Spielberg, film que recoge la inquietud existente en esas fechas por los platillos volantes. La imagen de los alienígenas era, en este caso, genuinamente benéfica.
Se diferencia por ello de lo propuesto en Alien, el octavo pasajero (1979), de Ridley Scott, cuyo protagonista era un extraterrestre adaptado evolutivamente para la guerra. A medio camino entre el horror y la ciencia-ficción, está película fue una buena muestra del refinamiento estético de su realizador, algo ausente en su entretenida secuela Aliens, el regreso (1986) de James Cameron.
La nostalgia por la ciencia-ficción clásica, originada por el film de Lucas, dio lugar a toda una serie de producciones en las que se revisitaban los viejos temas del género. Así, Star Trek, la película (1979), de Robert Wise, era una versión cinematográfica de la teleserie del mismo nombre creada por Gene Roddenberry en los sesenta. La reposición de los episodios televisivos y la producción de otros nuevos, así como la elaboración de nuevas películas han convertido todos los derivados de Star Trek en sinónimo de negocio.
Esa mirada al pasado que promovió la producción de Star Trek fue la misma que permitió proyectos como Flash Gordon (1980), de Mike Hodges; y Superman (1978), de Richard Donner. En ambos casos el punto de partida eran populares cómics de los años treinta.
En la huida hacia adelante de los grandes estudios, éstos desarrollaron el cine de catástrofes (La aventura del Poseidón, 1972; El coloso en llamas, 1974). Los géneros comenzaban a revisarse a sí mismos, estableciendo nuevos códigos que suponían un cóctel en el que cabe un poco de todo.
Junto a los directores del Nuevo Hollywood surgió otra generación de actores que renovó el star system. Fue así como Harrison Ford, Richard Dreyfuss, Robert de Niro, Harvey Keitel coincidieron en los estudios con Dustin Hoffman (Perros de paja, 1971), Al Pacino (Serpico, 1973), Robert Redford (Todos los hombres del presidente, 1976), Sylvester Stallone (Rocky, 1976), John Travolta (Fiebre del sábado noche, 1977, Grease, 1978), Christopher Walken (El cazador, 1978), y con actrices de la talla de Jane Fonda, Diane Keaton, Jill Clayburgh, Sissy Spacek, Meryl Streep, Jessica Lange, Geneviève Bujold, Susan Sarandon y las jovencísimas Jodie Foster y Nastassia Kinski.
A mediados de los setenta, Woody Allen comenzó a trabajar en una línea más personal, con una inclinación hacia la tragicomedia, en donde el escenario de su vida, Nueva York, le sirve para mostrar esos complejos que le impiden progresar en sus relaciones con el sexo opuesto. Es así como surgen Annie Hall (1977), Manhattan (1978) y Sueños de un seductor (1972). La receta es sofisticada: Allen tiene que vivir atado sus vivencias más personales para alumbrar nuevas historias. No obstante, su admiración por la literatura y el cine europeos le lleva a realizar una serie de películas en las que se identifican Leon Tolstoi (La última noche de Boris Grushenko, 1975) e incluso William Shakespeare (Comedia sexual de una noche de verano, 1982).
Robert Altman la experiencia televisiva le permitió independizarse y fundar su propia productora, la Lion’s Gate, con la que dirigió dos películas que, aun siendo trabajos modestos, le permitieron entrar en el ritmo de trabajo de Hollywood, sobre todo cuando llegó a sus manos, después de haber sido rechazado por muchos directores, el guión de MASH (1970), una historia sobre un equipo de médicos y enfermeras que trabajan en la guerra de Corea. La película recibió varios premios internacionales y se convirtió en uno de los títulos más taquilleros del momento.
A partir de esta fecha, la carrera de Altman avanzó por todos los géneros cinematográficos, explorando realidades vitales muy diversas. Por esas fechas, se convirtió en productor de directores como Alan Rudolph, Robert Benton y Robert M. Young. En estos años le dieron fama Nashville (1975), un fresco coral sobre el mundo del country, la desmitificadora Buffalo Bill y los indios (1976), en la que daba un repaso a uno de los personajes más carismáticos del Oeste, y Un día de boda (1978), crítica a ciertos convencionalismos sociales.
En Francia, país que admira a Allen y a Altman, los movimientos políticos de finales de los sesenta dieron paso a la producción de películas más comprometidas como Z (1969) y Estado de sitio (1973), ambas de Costa Gavras, o El atentado (1972), de Yves Boisset.
También los cambios políticos del país animaron a una revisión de la historia desde perspectivas muy diversas. Son los casos de Lacombe Lucien (1974), de Malle, Violette Nozière (1978), de Chabrol, Lancelot du Lac (1974), de Bresson, y Que empiece la fiesta (1971), de Bertrand Tavernier.
Muchos directores consiguieron, gracias a la apertura de pequeñas salas en las ciudades más importantes del país, que sus películas fueran vistas por sus más incondicionales. Citaré en este sentido a Chabrol (Relaciones sangrientas, 1973), Bresson (El diablo probablemente, 1976), Truffaut (La noche americana, 1976), quienes compartieron cartelera con colegas como André Cayatte (El veredicto, 1974), Jacques Rivette (Celine y Julia van en barco, 1974), Robert Enrico (El viejo fusil, 1975), Claude Lelouch (Le bont et les méchants, 1976), Pierre Granier-Deferre (Una mujer en la ventana, 1976) y Jacques Deray (Los granujas, 1977).
El cine alemán también tuvo repercusión en el panorama mundial, gracias a directores tan personales y sugerentes como Wim Wenders (Alicia en las ciudades, 1974; El amigo americano, 1977), Volker Schlöndorff (El tambor de hojalata, 1979), Werner Herzog y Rainer W. Fassbinder.
Por su parte, el cine italiano continuó con la misma línea de producción que le caracterizó durante los sesenta. Ahí nos encontramos con Elio Petri (Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha, 1970), Federico Fellini (Amarcord, 1973), Bernardo Bertolucci (Novecento, 1976) y Francesco Rosi (Cristo se paró en Eboli, 1979).
Maestro de maestros, su compatriota Luchino Visconti siguió dando muestras de distinción narrativa con Muerte en Venecia (1971), Ludwig (1972), Confidencias (1974) y El inocente (1976).
Por lo que se refiere al cine británico, conviene saber que estaba relativamente bloqueado por la producción que Hollywood llevaba a cabo en los estudios londinenses. Muchos cineastas locales decidieron que lo más idóneo era rodar bajo el paraguas norteamericano. No obstante, se estrenaron películas como El expreso de medianoche (1978), de Alan Parker, así como los nuevos trabajos Stanley Kubrick (La naranja mecánica, 1971; Barry Lyndon, 1975), Ken Russell (La pasión de vivir, 1971; El Mesías salvaje, 1972), el grupo Monthy Pyton (La vida de Brian, 1977), Ken Loach (Vida de familia, 1971) y Derek Jarman (The Tempest, 1979).
El otro lado del Atlántico, durante el mandato de Perón, el cine argentino se recuperó muy favorablemente, alcanzado una cuota de mercado jamás sospechada. Quizás, fruto de la nueva política impulsada desde el Instituto Nacional de Cinematografía (dirigido por Mario Soffici) y el Ente Oficial de Calificaciones (dirigido por Octavio Getino) fue el éxito obtenido por películas como La Patagonia rebelde (1974), de Héctor Olivera, Boquitas pintadas (1974), del ya maduro Leopoldo Torre Nilsson; Quebracho (1974), de Ricardo Wulicher; y La Raulito (1974), de Lautaro Murúa.
Tras el golpe militar de 1976, el cine argentino entró en un camino difícil, en el que todo fueron obstáculos: censura, control y falta de una política coherente en el negocio cinematográfico y apertura del mercado al cine extranjero sin cortapisas de ningún tipo. Todo ello dificultó el estreno de películas argentinas. Sin embargo, existió cierta producción con nombres como Raúl de la Torre, Juan José Jusid, Héctor Olivera, Alejandro Doria, Adolfo Aristarain, Sergio Renán y David J. Kohon
En Brasil Galuber Rocha, Nelson Pereira dos Santos y Rui Guerra mantuvieron su línea anterior.
Con la llegada de Salvador Allende al poder chileno en 1970, Miguel Littin quedó al frente de la remozada Chile Films, y con la ayuda del Estado el cine local vivió una nueva época, abordando tanto en cortos como en largometrajes aspectos de la vida social y política del país.
Esta ayuda se extendía al sector de la distribución (se fundó la Distribuidora Nacional) y exhibición (con una red de salas estatales), con la intención de abrir huecos en las pantallas cinematográficas, y que dio lugar a títulos dirigidos por Helvio Soto (Voto + fusil, 1970), Patricio Guzmán (El primer año, 1972), Aldo Francia (Ya no basta con rezar, 1972) y Miguel Littin (Compañero presidente, 1972).
La aventura cinematográfica iniciada bajo la presidencia de Allende se vio truncada con el golpe militar del general Augusto Pinochet (septiembre de 1973). Por esas fechas se encontraba Patricio Guzmán rodando La batalla de Chile: la lucha de un pueblo sin armas, un largo documental que pretendía ser un testimonio de la vida social y política del país.
Fueron años muy importantes para el cine australiano, que se dio a conocer a nivel internacional después de haber vivido aletargado durante décadas. Con la ayuda de la administración pública, nuevos directores consiguieron realizar películas sobre temas autóctonos, pero con una mirada universal. Trabajan en estos años Bruce Beresford, Phillip Noyce, Fred Schepisi, Peter Weir (Picnic en Hanging Rock, 1975) y George Miller (Mad Max, 1979).
El mismo periodo se vivió en el cine de Hong-Kong como el de mayor repercusión externa. Gracias, fundamentalmente, a las películas de artes marciales interpretadas por Bruce Lee (Kárate a muerte en Bangkok, 1971) y Jackie Chan (La serpiente a la sombra del águila, 1978).
10.01.2008
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