10.01.2008

HISTORIA DEL CINE VIII. LOS AÑOS 60
Tiempo de renovación



En términos industriales, la década de los sesenta fue sumamente interesante. La Paramount pasó a manos de la petrolera Gulf and Western Industries (1966) y el empresario multimillonario Kirk Kerkorian compró la Metro Goldwyn Mayer (1969). De ahí en adelante, los demás Estudios comenzaron a pasar de unas manos a otras a lo largo de las décadas siguientes, hasta consolidar los megaimperios audiovisuales que hoy controlan la producción en todos los frentes.
Siguiendo una pauta marcada en la década anterior, muchos realizadores de los años sesenta siguieron realizando producciones de bajo presupuesto y peregrinos planteamientos argumentales. Sin embargo, el cambio social favorecía otro tipo de contenidos, acordes con la era del pop.
La llamada generación de la televisión, formada por John Frankenheimer, Sidney Lumet, Martin Ritt, Robert Mulligan y Arthur Penn, entre otros, irrumpió con fuerza en el cine comercial, aunque con resultados desiguales.
Con una trayectoria más personal, destacaron Sam Peckinpah (Grupo salvaje, 1969) y Richard Brooks (Los profesionales, 1966). Mientras tanto, un genio superviviente de la edad dorada, Billy Wilder, rodaba títulos tan soberbios como El apartamento (1960), Uno, dos, tres (1961) e Irma la dulce, 1963).
El cambio social se formuló en Estados Unidos en un plano determinante: el de los derechos civiles. El antirracismo fue apoyado por Hollywood, y cobró forma en películas como la maravillosa Matar a un ruiseñor (1963), de Robert Mulligan, Adivina quién viene a cenar esta noche (1967), de Stanley Kramer, y En el calor de la noche (1967), de Norman Jewison.
Fueron los años de consolidación de una producción de serie B, que buscaba el entretenimiento a partir de una raquítica inversión. Se trata del cine impulsado, entre otros, por Roger Corman, maestro de toda una generación de profesionales, y piedra angular de la revolución que se avecinaba en el seno de la industria de Hollywood.
Fueron también los polémicos años de Confidencias a medianoche (1959), Amores con un extraño (1963), El prestamista (1965), ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1966) y El graduado (1967). En definitiva, películas que obligaron al sector de la producción a revisar definitivamente el código de autocensura.
El cambio fue gradual pero inevitable. Llegó al público con las producciones neoyorquinas del New American Cinema de los hermanos Mekas, con las películas de John Cassavetes (Shadows, 1961), con el erotismo desmedido de Russ Meyer (El valle de las muñecas, 1967), con las extravagancias de Andy Warhol y Paul Morrisey (Flesh, 1968) y con el desencanto bohemio de Cowboy de medianoche (1969) y Buscando mi destino (1969).

Desde Francia, los directores tomaron la iniciativa y renovaron un panorama comprometido con la vanguardia y con las nuevas corrientes filosóficas. Ahí adquiere sentido la obra de Alain Resnais (El año pasado en Marienbad, 1961; Muriel, 1963), Claude Chabrol (Ofelia, 1962; La mujer infiel, 1968), Louis Malle (Fuego fatuo, 1963; ¡Viva María!, 1965), Agnès Varda (Cleo de 5 a 7, 1962), Claude Lelouch (Un hombre y una mujer, 1966) y Eric Rohmer (Mi noche con Maud, 1969).
Ajeno al vaivén intelectual que llevó a Mayo del 68, el tándem formado por el director Gérard Oury y el actor Louis de Funès impulsó una comedia castiza, muy popular en su momento (El hombre del cadillac, 1965; La gran juerga, 1966).
Como nexo de unión entre ambas propuestas, y en un intento de transmitir al público una idea de que todo lo que se hacía era cine francés, los actores y actrices evitaron de manera decisiva que la industria viviera una situación de grave crisis. Así, la presencia de nombres clásicos como Jean Gabin, Fernandel, Michèle Morgan, Simone Signoret o Jean-Louis Trintignant facilitó la actualidad de rostros como Brigitte Bardot, Jean Paul Belmondo, Jeanne Moreau, Delphine Seyrig, Catherine Deneuve, Alain Delon, Jean-Pierre Léaud, Yves Montand y otros muchos.
En esta misma coyuntura se encontraba el Free Cinema británico, paralelo a los jóvenes airados que tenían en la literatura su vehículo de protesta. Lindsay Anderson (El ingenuo salvaje, 1962), Tony Richardson (Mirando hacia atrás con ira, 1959; La soledad del corredor de fondo, 1962) y Karel Reisz (Sábado noche, domingo mañana, 1960) conectaron con las inquietudes europeas y facilitaron el trabajo de directores como Joseph Losey, John Schlesinger y Stanley Kubrick.

Lejos, pero al mismo tiempo cerca de todos estos grupos europeos, figuraba la producción brasileña, que ya había sido reconocida internacionalmente en la década anterior. El Cinema Novo tenía sus raíces en las películas sociales de Nelson Pereira dos Santos, y su máximo renombre lo alcanzó por medio de títulos como Vidas secas (1963), de Pereira dos Santos, Dios y el diablo en la tierra del sol (1964) y Terra em transe (1966), de Glauber Rocha.

Quizás el director que mejor conectó con esa inquietud en Italia fue Michelangelo Antonioni. A partir de La aventura (1960), inició y consolidó un periplo por el universo de la incomunicación del hombre en la sociedad en la que pretende sobrevivir. Así construyó La noche (1961), El eclipse (1962) y El desierto rojo (1964), en años de gran intensidad creativa que le llevaron a tratar un mismo tema, el fracaso existencial, desde perspectivas complementarias. Obtuvo la Palma de Oro por Blow-up. Deseo de una mañana de verano (1966).
Otros compatriotas suyos avanzaron por caminos muy personales, con películas de marcado carácter político e intelectual. Eran los casos de Pier Paolo Passolini (Teorema, 1968), Bernardo Bertolucci (El conformista, 1969), Francesco Rosi (Salvatore Giuliano, 1962) y Gillo Pontecorvo (La batalla de Argel, 1966).
Los cineastas de los países del bloque soviético se enfrentaron a la intransigencia de los regímenes comunistas. Toda una nueva generación demostró su potencial creativo.
Un simple repaso nos permitirá ver en qué medida aquél era un cine brillante. No en vano, salen a relucir Milos Forman (Los amores de una rubia, 1965) en Checoslovaquia; Andrzej Wajda (Cenizas y diamantes, 1958), Jerzy Kawalerowicz (Madre Juana de los Angeles, 1961), Román Polanski (Cuchillo en el agua, 1962), Wojciech J. Has (El manuscrito encontrado en Zaragoza, 1964) y Krysztof Zanussi (La estructura de cristal, 1969) en Polonia; Miklos Jancsó (Los desesperados, 1965) en Hungría; y Dusan Makavejev (La tragedia de una empleada de teléfonos, 1966) en Yugoslavia.
Cambiando los ejes del cine de horror, Psicosis (1960) confirmó la capacidad de Hitchcock para consolidar las emociones en el espectador a partir de una soberbia puesta en escena. Lo mismo cabe decir sobre Los pájaros (1963), donde el maestro inglés apuesta por el fantástico sin perder la perspectiva realista.
En todo caso, el cine de género también se dejó llevar por las nuevas corrientes de pensamiento y por la estética reluciente del pop.
Un personaje literario, James Bond, creado por Ian Fleming, dio origen a una de las franquicias más duraderas y atrayentes de toda la historia del cine. En poco tiempo, proliferaron los imitadores del agente secreto en las cinematografías de Europa y América. Por estas fechas, el actor Sean Connery, encarnado de llevar el personaje a la pantalla, se convirtió en una celebridad.
Recurriendo a una conocida novela de H.G. Wells, El tiempo en sus manos (1960), de George Pal, ofrecía una temible imagen del futuro. Otro argumento novedoso fue el propuesto por El pueblo de los malditos (1960), de Wolf Rilla, donde los alienígenas encarnaban a su progenie a través de las mujeres de un pequeño pueblo.

En Francia se produjeron dos películas que tenían en común su voluntad de homenajear a la ciencia-ficción más popular, aunque desde posiciones intelectuales muy diferentes. Lemmy contra Alphaville (1965), de Jean Luc Godard, proponía una aventura casi surrealista del detective Lemmy Caution. Por el contrario, Barbarella (1968), de Roger Vadim, tenía mucho de parodia, exagerando más si cabe las situaciones ofrecidas en el comic homónimo en que se basa.
Pero la verdadera revolución en el género llegó con 2001: Odisea del espacio (1968), de Stanley Kubrick. Esta aventura metafísica, plásticamente asombrosa, ofrecía una versión del desarrollo humano que tiene un claro componente religioso, si bien oculto tras la parafernalia de imágenes que conducen al espectador del los albores del hombre a su último salto en la evolución, convertido en el niño cósmico que flota en el espacio al final de la película. Por el rigor de su elaboración y la profundidad de sus contenidos, dicho largometraje fue pronto considerado ciencia-ficción para adultos, algo parecido a lo que sucedió con el film ruso Solaris (1971), de Andrei Tarkovski.

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