10.01.2008

EL NUEVO MILENIO

HISTORIA DEL CINE XI. LOS AÑOS 90
Cine independiente y blockbusters

EMILIO C. GARCÍA FERNÁNDEZ | 6 de mayo de 2008
Este artículo contiene citas de otros estudios que publiqué previamente en las revistas Todo Pantallas y Cuadernos de Historia 16, en la Enciclopedia Universal de Micronet, y en los libros Historia universal del cine (Planeta, 1982), Guía histórica del cine (Film Ideal, 1997) y La cultura de la imagen (Fragua, 2006).


En Estados Unidos, el cine de los noventa aportó grandes novedades, sobre todo si lo comparamos con la década anterior. Para empezar, la pujanza del mercado del VHS y de los vídeojuegos reforzó la importancia de las franquicias, que permitían una explotación diversificada del producto audiovisual en varios formatos.
De cara a los estrenos, las grandes compañías apostaron por multiplicar el número de copias para su exhibición, lo cual les obligaba a reforzar la mercadotecnia precisa para recuperar su inversión a corto o medio plazo.
Y pese a la proliferación de festivales que impulsaban al cine independiente, éste último pasó a depender también de las majors, consolidando el vigor de los grandes grupos.

Lo cierto es que la década se abrió con el deseo de que el público adulto volviera a las salas. Por desgracia para los promotores de la medida, los estudios de mercado aún demostraban que la mayor parte de la audiencia estaba formada casi exclusivamente por adolescentes.
En todo caso, surgió un grupo de cineastas independientes que reclamaba la herencia de los setenta y se dirigía a una audiencia madura, tanto por su edad como por sus ambiciones intelectuales.
En dicho grupo se distinguieron tipos sumamente interesante. Por ejemplo, John T

Tras el enorme éxito de Atracción fatal (1987) e Instinto básico (1992) una de las fórmulas que se pusieron a prueba en el mercado fue el drama erótico. En esa corriente tan poco prometedora se inscribieron cintas olvidables, como Una proposición indecente (1993) y Striptease (1995), e incluso un biopic inspirado en el creador de la revista "Hustler", El escándalo de Larry Flynt (1996).

La generación del vídeo impuso nuevos modos de narrar, influidos por las novelas baratas, la televisión y los cómics. Desde el primer momento, el espectador medio agradeció esa combinación de diálogos de historieta, planificación dinámica y violencia estilizada que fue patentada por Quentin Tarantino, Tony Scott, Robert Rodríguez y Oliver Stone, y que se convirtió en la baza de títulos como Reservoir Dogs (1992), Amor a quemarropa (1993), Pulp Fiction (1994), Desperado (1994) y Asesinos natos (1994).

Si algo tenían en común todos estos largometrajes era la presencia de Tarantino en los créditos. Quizá por ello, se comenzó a hablar sobre el tarantinismo como una corriente con valor propio.
Junto a esas propuestas postmodernas, el cine convencional de aventuras aún demostraba su eficacia, alcanzando algunas cotas singulares con Maximo riesgo (1992), de Renny Harlin, y El fugitivo (1993), de Andrew Davis.

Por aquello de que nunca es malo aprovechar las sinergias del mercado, los best-sellers del momento fueron llevados a la pantalla sin pérdida de tiempo. Esto hizo ganar merecidísimas fortunas a escritores como Stephen King (La mitad oscura, 1992), Tom Clancy (Peligro inminente, 1994), Michael Crichton (Parque Jurásico, 1993) y John Grisham (El cliente, 1994).

Con la misma intención comercial, el universo del videojuego empezó a trasladarse al cine. Dos cintas muy mediocres fueron pioneras de esta corriente, Super Mario Bros (1993) y Mortal Kombat (1995). Por suerte, el modelo fue perfeccionándose, y en la década siguiente proporcionaría más de una obra interesante.

Antes cité a Michael Crichton, y no está de más recuperarlo para dedicar unas líneas a la campaña promocional que originó la adaptación de su novela, Parque Jurásico (1993), de Steven Spielberg. Digámoslo con claridad: si el público acudió a las salas, al margen del sello de calidad que ofrece el nombre de Spielberg, es porque la moderna tecnología digital había permitido unos efectos portentosos, llamativos por sí solos. Es aquí donde quedó establecido que un blockbuster (un éxito contundente desde el primer fin de semana) por fuerza debía ser también una película de efectos especiales.

Esta premisa, como ustedes saben, llega a nuestros días. Poco importa si el film es un policiaco o describe la piratería caribeña. El concurso de los trucajes visuales ha de ser tan llamativo como lo permita el presupuesto.

Los efectos especiales, por cierto, fueron utilizados sin discriminar lo necesario de lo superfluo, y acabaron convirtiéndose en el signo distintivo de la ciencia-ficción y el thriller de acción de los noventa.

Ello encareció los costos de producción y forzó una carrera tecnológica en la que el más difícil todavía fue una constante. La elaborada producción de Waterworld, el mundo del agua (1995), de Kevin Reynolds, fue una muestra indicativa. El guión, tirando a previsible, no era la baza decisiva de este film. Lo verdaderamente llamativo era la compleja imaginería acuática que, gracias a los efectos especiales, era mostrada en pantalla.
Con todo, Hollywood era mucho más que fuegos artificiales. Demostrando un talento que iba más allá de la interpretación, varios actores de primera fila se convirtieron en productores y directores. El ejemplo más citado era Clint Eastwood, que triunfó con Sin perdón (1992) tras casi dos décadas realizando películas excelentes.

Entre los más afortunados a la hora de dar este salto detrás de las cámaras, figuran Kevin Costner (Bailando con lobos, 1990), Mel Gibson (Braveheart, 1995), Jodie Foster (El pequeño Tate, 1991; A casa por vacaciones, 1995), Tim Robbins (Ciudadano Bob Roberts, 1992; Pena de muerte, 1995), Al Pacino (Looking for Richard, 1996) y Tom Hanks (The Wonders, 1996).

Por distintas razones, las tres películas más influyentes de la década en Estados Unidos fueron Titanic (1997), la maravillosa superproducción de James Cameron; Sexo, mentiras y vídeo (1989), de Steven Soderbergh, demostración de que el cine independiente podría ser taquillero; y Reservoir Dogs (1992), de Quentin Tarantino, cuyo influjo en el thriller fue destacadísimo por razones que ya expliqué más arriba.
Miramax Films, la compañía productora de Pulp Fiction (1994), fue adquirida por Disney, que a lo largo de la década consolidó su liderazgo en el campo del dibujo animado a través de títulos como La bella y la bestia (1991) y El Rey León (1994).

Corría el año 1995 cuando el primer largometraje de animación digital, Toy Story, fue producido por una filial de Disney, Pixar Animation Studios.
El cine europeo, que en una gran proporción se sostenía mediante las coproducciones, ofreció durante estos años un cine menos espectacular, aunque con una línea muy estable de calidad y creatividad.

Hubo, no obstante, grandes superproducciones europeas, como El pequeño Buda (1993), de Bertolucci, y Hamlet (1996), del prolífico shakespeariano Kenneth Branagh. Pero la base de la producción fueron cintas de alto prestigio y bajo coste como La bella mentirosa (1991), de Jacques Rivette, Tierras de penumbra (1993), de Richard Attenborough, Lloviendo piedras (1993), de Ken Loach, El cartero (y Pablo Neruda) (1994), de Michael Radford, Carrington (1995), de Christopher Hampton, Trainspotting (1996), de Danny Boyle, Rompiendo las olas (1996), de Lars von Trier, Secretos y mentiras (1996), de Mike Leigh, y Antonia (1996), de Marleen Gorris.

Francia lideró esta tendencia. Allí, la diversidad de propuestas se pudo descubrir en el cine de Betrand Tavernier (Un domingo en el campo, 1984; Ley 627, 1992; El capitán Conan, 1996), André Techiné (En la boca no, 1991; Los juncos salvajes, 1994), Claude Sautet (Un corazón de invierno, 1993), Bertrand Blier (Demasiado bella para ti, 1989), Patrice Leconte (Monsieur Hire, 1988; El marido de la peluquera, 1990; El perfume de Ivonne, 1993), Patrice Chéreau (La reina Margot, 1994), el citado Jacques Rivette (Alto, bajo, fuerte, 1995) y Agnés Varda (Ciento y una noche, 1995).

Como se deduce de la anterior enumeración, el cine galo intentó mantener siempre el equilibrio entre la línea de autor y la comercial, abriéndose de esta forma al mercado internacional. Si Jean Marie Poiré situó su comedia Los visitantes (1992) entre las películas más comerciales de la década, Jean-Jacques Annaud se convirtió en el cineasta francés más internacional, abordando coproducciones de envergadura tan notable como El nombre de la rosa (1986), El amante (1991) y Enemigo a las puertas (2000).

En esta edad dorada de la cinematografía francesa, Alain Corneau sorprendió con Todas las mañanas del mundo (1991), Régis Wagnier con Indochina (1992) y Jean Paul Rappeneau alcanzó dos notables éxitos de taquilla con Cyrano de Bergerac (1992) y El húsar en el tejado (1995).

Pero quien supo convertirse en un auténtico magnate cinematográfico fue Luc Besson. Después de acaparar la atención crítica con Subway (1984) y Nikita, dura de matar (1989), llegó a una audiencia universal con El quinto elemento (1997) y Juana de Arco (1999).
Bajo la influencia de Besson, se diseñaron producciones de corte norteamericano y patrocinio europeo, como Crying Freeman, los paraísos perdidos (1996), de Christophe Gans.
Francis Weber adaptó su mayor éxito teatral en La cena de los idiotas (1998), y Claude Zidi tradujo a imágenes un cómic de Uderzo y Goscinny, Astérix y Obélix contra César (1999), una desigual película que se convirtió en otro fenómeno taquillero.

Aprovechando esta buena racha, el cine francés se convirtió a lo largo de los años noventa en impulsor de películas de cineastas foráneos que alcanzaron una evidente notoriedad, y no sólo en festivales, sino también en el mercado internacional.

Así, diversos productores compartieron riesgos en películas como El olor de la papaya verde (1992), del vietnamita Tran Anh Hung; La mirada de Ulises (1995), del griego Theo Angelopoulos; El trío de Shanghai (1995), del chino Zhang Yimou; La otra América (1995), del yugoslavo Goran Paskaljivic; Genealogías de un crimen (1997), del chileno Raúl Ruiz; y El silencio (1998), del iraní Mohsen Makhmalbaf.
medida que el cine escandinavo iba replegándose hacia la tersura narrativa, fue adquiriendo sentido el movimiento cinematográfico que dio en llamarse Dogma 95.
Impulsado por un grupo de directores daneses, el Dogma rechazaba cualquier artificio a la hora de rodar, tanto en la imagen como en el sonido, y se apoyaba en la capacidad interpretativa de los actores.

Quizá el punto de partida del Dogma se deba encontrar en la propuesta formal que Lars von Trier realizó en Rompiendo las olas (1995), una película que supuso un revulsivo para el cine europeo de finales de siglo.
Las directrices narrativas del film de Trier apuntaron hacia dos dianas: el uso de la cámara y la función de los personajes. La cámara cambió su ubicación tradicional, y menudearon los largos planos secuencia, rodados con cámara en mano.
Esta fórmula evita el esquema básico cinematográfico del plano-contraplano, lo que hace posible la libertad absoluta a la cámara para envolver a los protagonistas de la historia. Con esto se invirtieron los términos: la cámara se sometió a los actores y no éstos al operador.

Con sus ideas recogidas en una película, y una vez comprobados los resultados, Trier se unió a directores como Thomas Vinterberg, Soren Kragh-Jacobsen y Kristian Levring, y juntos elaboraron un decálogo que se denominó Dogma 95, y que comenzó a llegar sin interrupción a las pantallas europeas desde ese momento.
A parti de entonces, los puntos que tienen que asumir todos los directores que deseen trabajar bajo la denominación Dogma, son los siguientes:
“Juro someterme al cumplimiento de las siguientes normas redactadas y confirmadas por Dogma ‘95:
El rodaje debe realizarse en exteriores que no pueden ser alterados. Si algún objeto en particular es necesario para la historia, debe elegirse una localización donde éste se encuentre.
El sonido no puede ser separado de las imágenes y viceversa. Nunca se añadirá música, salvo si está presente en la escena que se rueda.
La cámara hay que sostenerla en mano. Cualquier movimiento o inmovilidad conseguidos sin apoyo técnico está autorizado. La película no debe suceder donde está la cámara, sino que la grabación debe realizarse donde ocurre la acción.
El largometraje tiene que ser en color. La iluminación especial no está aceptada. Si hay poca luz, la escena habrá que eliminarla o dorarla con un solo foco sobre la cámara.
Los trucajes y filtros están prohibidos.
La película no debe contener acción superficial (asesinatos, tiroteos, persecuciones…).
Los cambios temporales y geográficos quedan prohibidos (La acción transcurre aquí y ahora).
Los géneros no son aceptables.
El formato técnico debe ser de 35 mm.
El director no puede aparecer en los créditos.
Además, juro que como director me abstendré de caer en preferencias personales. Ya no soy un artista. Juro que no intentaré crear una obra de arte, porque considero el instante como algo mucho más importante que el conjunto. Mi fin supremo es forzar que la verdad salga de mis personajes y de mis escenas. Juro hacer esto por todos los medios posibles, sacrificando cualquier consideración estética. De este modo, hago mi voto de castidad”.

Las primeras películas que consolidaron al movimiento están firmadas por sus fundadores: Celebración (1998), de Vinterberg, Los idiotas (1998), de Von Trier, Mifune (1999), de Kragh Jacobsen, y The King is Live (1999), de Levring.
Ni que decir tiene que, pese a su trascendencia mediática y profesional, las cintas Dogma no fueron las únicas producciones internacionales que conquistaron al público adulto.

De hecho, entre los grandes éxitos de la década, y siempre dentro de este apartado, salen a relucir películas como la canadiense Leolo (1992), de Jean-Claude Lauzon, las australianas El piano (1992), de Jane Campion, y Shine (1996), de Scott Ricks, las chinas La linterna roja (1991) y Qiu Ju, una mujer china (1992), de Zhang Yimou, y la cubana Fresa y chocolate (1993), de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabio.

LOS AÑOS 90

HISTORIA DEL CINE XI. LOS AÑOS 90
Cine independiente y blockbusters



En Estados Unidos, el cine de los noventa aportó grandes novedades, sobre todo si lo comparamos con la década anterior. Para empezar, la pujanza del mercado del VHS y de los vídeojuegos reforzó la importancia de las franquicias, que permitían una explotación diversificada del producto audiovisual en varios formatos.
De cara a los estrenos, las grandes compañías apostaron por multiplicar el número de copias para su exhibición, lo cual les obligaba a reforzar la mercadotecnia precisa para recuperar su inversión a corto o medio plazo.
Y pese a la proliferación de festivales que impulsaban al cine independiente, éste último pasó a depender también de las majors, consolidando el vigor de los grandes grupos.

Lo cierto es que la década se abrió con el deseo de que el público adulto volviera a las salas. Por desgracia para los promotores de la medida, los estudios de mercado aún demostraban que la mayor parte de la audiencia estaba formada casi exclusivamente por adolescentes.
En todo caso, surgió un grupo de cineastas independientes que reclamaba la herencia de los setenta y se dirigía a una audiencia madura, tanto por su edad como por sus ambiciones intelectuales.
En dicho grupo se distinguieron tipos sumamente interesante. Por ejemplo, John T

Tras el enorme éxito de Atracción fatal (1987) e Instinto básico (1992) una de las fórmulas que se pusieron a prueba en el mercado fue el drama erótico. En esa corriente tan poco prometedora se inscribieron cintas olvidables, como Una proposición indecente (1993) y Striptease (1995), e incluso un biopic inspirado en el creador de la revista "Hustler", El escándalo de Larry Flynt (1996).

La generación del vídeo impuso nuevos modos de narrar, influidos por las novelas baratas, la televisión y los cómics. Desde el primer momento, el espectador medio agradeció esa combinación de diálogos de historieta, planificación dinámica y violencia estilizada que fue patentada por Quentin Tarantino, Tony Scott, Robert Rodríguez y Oliver Stone, y que se convirtió en la baza de títulos como Reservoir Dogs (1992), Amor a quemarropa (1993), Pulp Fiction (1994), Desperado (1994) y Asesinos natos (1994).

Si algo tenían en común todos estos largometrajes era la presencia de Tarantino en los créditos. Quizá por ello, se comenzó a hablar sobre el tarantinismo como una corriente con valor propio.
Junto a esas propuestas postmodernas, el cine convencional de aventuras aún demostraba su eficacia, alcanzando algunas cotas singulares con Maximo riesgo (1992), de Renny Harlin, y El fugitivo (1993), de Andrew Davis.

Por aquello de que nunca es malo aprovechar las sinergias del mercado, los best-sellers del momento fueron llevados a la pantalla sin pérdida de tiempo. Esto hizo ganar merecidísimas fortunas a escritores como Stephen King (La mitad oscura, 1992), Tom Clancy (Peligro inminente, 1994), Michael Crichton (Parque Jurásico, 1993) y John Grisham (El cliente, 1994).

Con la misma intención comercial, el universo del videojuego empezó a trasladarse al cine. Dos cintas muy mediocres fueron pioneras de esta corriente, Super Mario Bros (1993) y Mortal Kombat (1995). Por suerte, el modelo fue perfeccionándose, y en la década siguiente proporcionaría más de una obra interesante.

Antes cité a Michael Crichton, y no está de más recuperarlo para dedicar unas líneas a la campaña promocional que originó la adaptación de su novela, Parque Jurásico (1993), de Steven Spielberg. Digámoslo con claridad: si el público acudió a las salas, al margen del sello de calidad que ofrece el nombre de Spielberg, es porque la moderna tecnología digital había permitido unos efectos portentosos, llamativos por sí solos. Es aquí donde quedó establecido que un blockbuster (un éxito contundente desde el primer fin de semana) por fuerza debía ser también una película de efectos especiales.

Esta premisa, como ustedes saben, llega a nuestros días. Poco importa si el film es un policiaco o describe la piratería caribeña. El concurso de los trucajes visuales ha de ser tan llamativo como lo permita el presupuesto.

Los efectos especiales, por cierto, fueron utilizados sin discriminar lo necesario de lo superfluo, y acabaron convirtiéndose en el signo distintivo de la ciencia-ficción y el thriller de acción de los noventa.

Ello encareció los costos de producción y forzó una carrera tecnológica en la que el más difícil todavía fue una constante. La elaborada producción de Waterworld, el mundo del agua (1995), de Kevin Reynolds, fue una muestra indicativa. El guión, tirando a previsible, no era la baza decisiva de este film. Lo verdaderamente llamativo era la compleja imaginería acuática que, gracias a los efectos especiales, era mostrada en pantalla.
Con todo, Hollywood era mucho más que fuegos artificiales. Demostrando un talento que iba más allá de la interpretación, varios actores de primera fila se convirtieron en productores y directores. El ejemplo más citado era Clint Eastwood, que triunfó con Sin perdón (1992) tras casi dos décadas realizando películas excelentes.

Entre los más afortunados a la hora de dar este salto detrás de las cámaras, figuran Kevin Costner (Bailando con lobos, 1990), Mel Gibson (Braveheart, 1995), Jodie Foster (El pequeño Tate, 1991; A casa por vacaciones, 1995), Tim Robbins (Ciudadano Bob Roberts, 1992; Pena de muerte, 1995), Al Pacino (Looking for Richard, 1996) y Tom Hanks (The Wonders, 1996).

Por distintas razones, las tres películas más influyentes de la década en Estados Unidos fueron Titanic (1997), la maravillosa superproducción de James Cameron; Sexo, mentiras y vídeo (1989), de Steven Soderbergh, demostración de que el cine independiente podría ser taquillero; y Reservoir Dogs (1992), de Quentin Tarantino, cuyo influjo en el thriller fue destacadísimo por razones que ya expliqué más arriba.
Miramax Films, la compañía productora de Pulp Fiction (1994), fue adquirida por Disney, que a lo largo de la década consolidó su liderazgo en el campo del dibujo animado a través de títulos como La bella y la bestia (1991) y El Rey León (1994).

Corría el año 1995 cuando el primer largometraje de animación digital, Toy Story, fue producido por una filial de Disney, Pixar Animation Studios.
El cine europeo, que en una gran proporción se sostenía mediante las coproducciones, ofreció durante estos años un cine menos espectacular, aunque con una línea muy estable de calidad y creatividad.

Hubo, no obstante, grandes superproducciones europeas, como El pequeño Buda (1993), de Bertolucci, y Hamlet (1996), del prolífico shakespeariano Kenneth Branagh. Pero la base de la producción fueron cintas de alto prestigio y bajo coste como La bella mentirosa (1991), de Jacques Rivette, Tierras de penumbra (1993), de Richard Attenborough, Lloviendo piedras (1993), de Ken Loach, El cartero (y Pablo Neruda) (1994), de Michael Radford, Carrington (1995), de Christopher Hampton, Trainspotting (1996), de Danny Boyle, Rompiendo las olas (1996), de Lars von Trier, Secretos y mentiras (1996), de Mike Leigh, y Antonia (1996), de Marleen Gorris.

Francia lideró esta tendencia. Allí, la diversidad de propuestas se pudo descubrir en el cine de Betrand Tavernier (Un domingo en el campo, 1984; Ley 627, 1992; El capitán Conan, 1996), André Techiné (En la boca no, 1991; Los juncos salvajes, 1994), Claude Sautet (Un corazón de invierno, 1993), Bertrand Blier (Demasiado bella para ti, 1989), Patrice Leconte (Monsieur Hire, 1988; El marido de la peluquera, 1990; El perfume de Ivonne, 1993), Patrice Chéreau (La reina Margot, 1994), el citado Jacques Rivette (Alto, bajo, fuerte, 1995) y Agnés Varda (Ciento y una noche, 1995).

Como se deduce de la anterior enumeración, el cine galo intentó mantener siempre el equilibrio entre la línea de autor y la comercial, abriéndose de esta forma al mercado internacional. Si Jean Marie Poiré situó su comedia Los visitantes (1992) entre las películas más comerciales de la década, Jean-Jacques Annaud se convirtió en el cineasta francés más internacional, abordando coproducciones de envergadura tan notable como El nombre de la rosa (1986), El amante (1991) y Enemigo a las puertas (2000).

En esta edad dorada de la cinematografía francesa, Alain Corneau sorprendió con Todas las mañanas del mundo (1991), Régis Wagnier con Indochina (1992) y Jean Paul Rappeneau alcanzó dos notables éxitos de taquilla con Cyrano de Bergerac (1992) y El húsar en el tejado (1995).

Pero quien supo convertirse en un auténtico magnate cinematográfico fue Luc Besson. Después de acaparar la atención crítica con Subway (1984) y Nikita, dura de matar (1989), llegó a una audiencia universal con El quinto elemento (1997) y Juana de Arco (1999).
Bajo la influencia de Besson, se diseñaron producciones de corte norteamericano y patrocinio europeo, como Crying Freeman, los paraísos perdidos (1996), de Christophe Gans.
Francis Weber adaptó su mayor éxito teatral en La cena de los idiotas (1998), y Claude Zidi tradujo a imágenes un cómic de Uderzo y Goscinny, Astérix y Obélix contra César (1999), una desigual película que se convirtió en otro fenómeno taquillero.

Aprovechando esta buena racha, el cine francés se convirtió a lo largo de los años noventa en impulsor de películas de cineastas foráneos que alcanzaron una evidente notoriedad, y no sólo en festivales, sino también en el mercado internacional.

Así, diversos productores compartieron riesgos en películas como El olor de la papaya verde (1992), del vietnamita Tran Anh Hung; La mirada de Ulises (1995), del griego Theo Angelopoulos; El trío de Shanghai (1995), del chino Zhang Yimou; La otra América (1995), del yugoslavo Goran Paskaljivic; Genealogías de un crimen (1997), del chileno Raúl Ruiz; y El silencio (1998), del iraní Mohsen Makhmalbaf.
medida que el cine escandinavo iba replegándose hacia la tersura narrativa, fue adquiriendo sentido el movimiento cinematográfico que dio en llamarse Dogma 95.
Impulsado por un grupo de directores daneses, el Dogma rechazaba cualquier artificio a la hora de rodar, tanto en la imagen como en el sonido, y se apoyaba en la capacidad interpretativa de los actores.

Quizá el punto de partida del Dogma se deba encontrar en la propuesta formal que Lars von Trier realizó en Rompiendo las olas (1995), una película que supuso un revulsivo para el cine europeo de finales de siglo.
Las directrices narrativas del film de Trier apuntaron hacia dos dianas: el uso de la cámara y la función de los personajes. La cámara cambió su ubicación tradicional, y menudearon los largos planos secuencia, rodados con cámara en mano.
Esta fórmula evita el esquema básico cinematográfico del plano-contraplano, lo que hace posible la libertad absoluta a la cámara para envolver a los protagonistas de la historia. Con esto se invirtieron los términos: la cámara se sometió a los actores y no éstos al operador.

Con sus ideas recogidas en una película, y una vez comprobados los resultados, Trier se unió a directores como Thomas Vinterberg, Soren Kragh-Jacobsen y Kristian Levring, y juntos elaboraron un decálogo que se denominó Dogma 95, y que comenzó a llegar sin interrupción a las pantallas europeas desde ese momento.
A parti de entonces, los puntos que tienen que asumir todos los directores que deseen trabajar bajo la denominación Dogma, son los siguientes:
“Juro someterme al cumplimiento de las siguientes normas redactadas y confirmadas por Dogma ‘95:
El rodaje debe realizarse en exteriores que no pueden ser alterados. Si algún objeto en particular es necesario para la historia, debe elegirse una localización donde éste se encuentre.
El sonido no puede ser separado de las imágenes y viceversa. Nunca se añadirá música, salvo si está presente en la escena que se rueda.
La cámara hay que sostenerla en mano. Cualquier movimiento o inmovilidad conseguidos sin apoyo técnico está autorizado. La película no debe suceder donde está la cámara, sino que la grabación debe realizarse donde ocurre la acción.
El largometraje tiene que ser en color. La iluminación especial no está aceptada. Si hay poca luz, la escena habrá que eliminarla o dorarla con un solo foco sobre la cámara.
Los trucajes y filtros están prohibidos.
La película no debe contener acción superficial (asesinatos, tiroteos, persecuciones…).
Los cambios temporales y geográficos quedan prohibidos (La acción transcurre aquí y ahora).
Los géneros no son aceptables.
El formato técnico debe ser de 35 mm.
El director no puede aparecer en los créditos.
Además, juro que como director me abstendré de caer en preferencias personales. Ya no soy un artista. Juro que no intentaré crear una obra de arte, porque considero el instante como algo mucho más importante que el conjunto. Mi fin supremo es forzar que la verdad salga de mis personajes y de mis escenas. Juro hacer esto por todos los medios posibles, sacrificando cualquier consideración estética. De este modo, hago mi voto de castidad”.

Las primeras películas que consolidaron al movimiento están firmadas por sus fundadores: Celebración (1998), de Vinterberg, Los idiotas (1998), de Von Trier, Mifune (1999), de Kragh Jacobsen, y The King is Live (1999), de Levring.
Ni que decir tiene que, pese a su trascendencia mediática y profesional, las cintas Dogma no fueron las únicas producciones internacionales que conquistaron al público adulto.

De hecho, entre los grandes éxitos de la década, y siempre dentro de este apartado, salen a relucir películas como la canadiense Leolo (1992), de Jean-Claude Lauzon, las australianas El piano (1992), de Jane Campion, y Shine (1996), de Scott Ricks, las chinas La linterna roja (1991) y Qiu Ju, una mujer china (1992), de Zhang Yimou, y la cubana Fresa y chocolate (1993), de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabio.

LOS AÑOS 80

HISTORIA DEL CINE X. LOS AÑOS OCHENTA
La edad de los tecnócratas

La década de los ochenta se caracterizó, desde el punto de vista empresarial, por las sucesivas compras y ventas de los patrimonios de la Metro Goldwyn Mayer, la 20th Century Fox, Columbia, United Artists y otros paquetes menores. Los grandes conglomerados multinacionales, muy implantados en sectores como la electrónica de consumo, el mundo discográfico y las cadenas de televisión, buscaban entrar en estos grandes almacenes del cine, porque sabían que, con esos lotes interminables de películas, tendrían poder en el sector audiovisual.

La nueva generación de productores y directores tenía muy claro que los éxitos habidos hasta finales de la década no podían ser ocasionales.

Las trayectorias de dos de los hombres que más estaban influyendo en el cambio industrial de Hollywood, George Lucas y Steven Spielberg, se cruzaron durante la preparación de En busca del Arca perdida (1981), una película de aventuras magistral. Ambos tenían una experiencia que los avalaba frente al público: el primero venía respaldado por las cifras en taquilla Tiburón (1975), mientras que el segundo era el padre de una franquicia con un porvenir inmejorable, La guerra de las galaxias (1977)

Frente a héroes de corte clásico, propios del subgénero llamado ópera espacial, otros aventureros de perfil más reprochable llegaron a las pantallas por esta época. El violento conductor solitario que sobrevive a un apocalipsis nuclear en Mad Max, salvajes de la autopista (1978) es un buen ejemplo al respecto. El responsable de esa película, el australiano George Miller, prolongó las peripecias del personaje en dos largometrajes más: Mad Max 2: El guerrero de la carretera (1982) y Mad Max: Más allá de la cúpula del trueno (1985). En los dos casos cabía entrever elementos del western. Una vez más, la mezcla de géneros seguía su curso.

Precisamente del cruce entre novela negra y ciencia-ficción nació Blade Runner (1982), de Ridley Scott. El dibujo del futuro que proponía esta película es bastante verosímil. Ciudades masificadas, multirraciales, hipertecnificadas y de alta criminalidad. El enfrentamiento entre el detective protagonista y esos seres cibernéticos que aspiran a ser humanos y vivir como tales posee una tensión extraordinaria, por no mencionar la belleza de la realización, con no pocos elementos del estilo publicitario. Este título no sólo influyó en posteriores películas del género, sino que también dejó su marca en el cómic e incluso en la novela.

Uno de los mayores éxitos de la década fue E.T., el extraterrestre (1982), un cuento de hadas oculto tras las convenciones de la ciencia ficción. Conmovedora, vibrante y divertida, la película demostró que Spielberg era el nuevo Midas de Hollywood.
El agresor llegado de otro mundo, en este caso futuro, era el tema de Terminator (1984), de James Cameron, película en la que la caza del hombre está protagonizada por un poderoso humanoide cibernético que, como la criatura de Frankenstein en el film de Whale, muestra su rebeldía con la destrucción. Adaptándose a los nuevos gustos del público, Cameron dirigió una segunda parte, Terminator II: el Juicio final (1991), en la que el robot de apariencia humana se convertía en aliado de los humanos.

El viaje al pasado, como en Regreso al futuro (1985), de Robert Zemeckis, o al fondo de la memoria, como en Desafío total (1992), de Paul Verhoeven, permitían la llegada a un mundo nuevo. Ese factor de extrañeza fue decisivo para encauzar aventuras en las que, tanto o más que la propia historia, contaba la ambientación de los paisajes por los que ésta discurre. Es por ello por lo que los efectos especiales cobraron una creciente y acaso excesiva importancia.

Corría el año 1982 y, en el marco de una relativa independencia, Francis Ford Coppola experimentó con las nuevas tecnologías de rodaje en Corazonada.
A la sombra de Lucas y Spielberg crecieron profesionalmente directores como Joe Dante (Gremlins, 1983), Robert Zemeckis y Tobe Hooper (Poltergeist, 1982). La comercialidad, no obstante, llegó a través de las disparatadas comedias de los hermanos Zucker (Aterriza como puedas, 1980; Top Secret, 1984) y también de la mano de Ivan Reitman (Los cazafantasmas, 1984), y John Landis (Un hombre lobo americano en Londres, 1981).
El cine de los ochenta es sumamente interesante por la confluencia de varias generaciones de realizadores. Así, Walter Hill, Paul Schrader, Lawrence Kasdan, John Badham, Alan J. Pakula, Peter Bogdanovich y Brian de Palma llegaron a su madurez creativa en un momento en el que seguían en activo Billy Wilder, George Cukor, John Cassavetes, Robert Altman, Blake Edwards y Martin Ritt.
Con un criterio cosmopolita, Hollywood acogía desde años atrás a un buen puñado de cineastas extranjeros. Fueron los casos de Ridley Scott (Blade Runner, 1982), Louis Malle (Atlantic City, 1980), Andrei Konchalovsky (Los amantes de María, 1984), Milos Forman (Amadeus, 1984), Wim Wenders (París-Texas, 1984), Ken Russell, Michael Apted, Alan Parker, Richard Marquand, Peter Weir (El año que vivimos peligrosamente, 1982; Único testigo, 1985), George Miller (Las brujas de Eastwick, 1987) y Bruce Beresford (Gracias y favores, 1983; Paseando a Miss Daisy, 1989).

Los estudios británicos acogían el rodaje de superproducciones norteamericanas, y también facilitaban los recursos artísticos necesarios para que un estadounidense como David Lynch pudiese filmar una cinta tan británica como El hombre elefante (1980).
Uno de los principales impulsores de la industria británica fue el productor David Puttnam. Por estas fechas, salieron de las islas cintas como Carros de fuego (1981), de Hugh Hudson, Excalibur (1981), de John Boorman, y Gandhi (1982), de Richard Attenborough. Asimismo, se dieron a conocer creadores más personales, como Peter Greenaway, Stephen Frears y Michael Radford.

Para protegerse, el cine francés dispuso del impuesto sobre la entrada y del apoyo del conjunto del SOFICA (Sociedad para la Financiación de la Industria Cinematográfica y Audiovisual), que financiaba la producción audiovisual a partir de capitales de empresas y particulares que buscaban, con dicha inversión, beneficios fiscales.
Las iniciativas que se pusieron en marcha desde mediados de los años ochenta tenían que ver con las directrices globales de las principales empresas audiovisuales francesas. Así, determinadas líneas creativas pasaron directamente a televisión –el cine cómico, el cine negro–, mientras que en el cine se favoreció la presencia de nuevos directores, jóvenes que irrumpieron con notables pretensiones que el tiempo fue situando en su contexto.
No obstante, la fama siguió sonriendo a veteranos como François Truffaut (El último metro, 1980; La mujer de al lado, 1981; Vivamente el domingo, 1983), Claude Chabrol (El caballo del orgullo, 1980; Un asunto de mujeres, 1988), Eric Rohmer (La mujer del aviador, 1980; Paulina en la playa, 1982) y Jean-Luc Godard (Nombre: Carmen, 1983; Yo te saludo, María, 1985). Al tiempo, otros directores más jóvenes intentaron aunar calidad y comercialidad: Maurice Pialat (Loulou, 1980), Gérard Oury (As de ases, 1982), Coline Serreau (Tres solteros y un biberón, 1985) y Jean-Jacques Annaud (El oso, 1988), por citar sólo a los más conocidos.
El gobierno francés defendió el cine como patrimonio nacional, y también como industria del ocio. Por eso los franceses fueron los máximos impulsores de la “excepción cultural”, que Europa puso sobre la mesa en las conversaciones comerciales con Estados Unidos (concretadas en la negociación del GATT). Gracias a ese impulso gubernamental, se fortaleció desde los primeros años noventa la presencia del cine francés en sus propias salas, y de hecho, llegó a alcanzar una media del 35-40% de la cuota de mercado.
Desde Latinoamérica, hacían oír sus voces el brasileño Héctor Babenco (Pixote, la ley del más fuerte, 1980), el peruano Francisco J. Lombardi (La ciudad y los perros, 1985) y el mexicano Arturo Ripstein (La seducción, 1981; El imperio de la fortuna, 1985).
El cine argentino festejó su recuperada democracia con títulos de sumo interés. María Luisa Bemberg estrenó Camila (1984) y Yo, la peor de todas (1990), Fernando Solanas rodó Sur (1987), Manuel Pereira, La deuda interna (1987), Carlos Sorin, La película del rey (1985), y Eliseo Subiela dio a conocer Hombre mirando al Sudeste (1985) y El lado oscuro del corazón (1991).

El cine italiano, discreto en sus ventas internacionales pese al valor de las nuevas creaciones de Ettore Escola y otros veteranos, ganó enteros gracias a la superproducción El último emperador (1987), dirigida por Bernardo Bertolucci. Con relativa frecuencia se podían ver los últimos trabajos de Federico Fellini (Y la nave va, 1983), Marco Ferreri, Marco Bellocchio y Michelangelo Antonioni.
Dentro de Europa, el intercambio cultural se cifraba en coproducciones. Por lo demás, distribuían su cine dentro de continente el maestro Ingmar Bergman (Fanny y Alexander, 1982), Andrzej Zulawski, Emir Kusturica (Papá está en viaje de negocios, 1985), Elem Klimov (Masacre, 1985), Wim Wenders (Cielo sobre Berlín, 1987), Krysztof Kieslowski (No matarás, 1987) y Manoel de Oliveira (Francisca, 1981).

Japón continuó ofreciendo películas muy interesantes, arraigadas en la tradición medieval y las costumbres ancestrales. Akira Kurosawa, con el apoyo de Coppola y Lucas, consiguió acabar Kagemusha (1980). Nagisa Oshima estrenó en medio mundo Feliz Navidad Mr. Lawrence (1982) y Shoei Imamura recogió la Palma de Oro en Cannes por La balada de Narayama (1983).

LOS AÑOS 70

HISTORIA DEL CINE IX. LOS AÑOS 70
El cine de evasión


Quando uno escribe sobre el cine de los setenta, ha de enfrentarse a un prejuicio, y es que el sexo, las drogas y el rock and roll marcaron el fin del Hollywood clásico, dando paso a la decadencia que hoy nos desvela.
Bien: admitamos que, ciertamente, el viejo establishment se vino abajo. Pero pese a dicha evidencia no conviene infravalorar los logros de aquella década. De hecho, ya es hora de que le labremos una nueva reputación.
Los setenta constituyeron una edad dorada, acaso la última. En su transcurso, se rodaron cintas memorables. Sin ir más lejos, Chinatown (1974), de Roman Polanski, El hombre que pudo reinar (1975), de John Huston, Harry el sucio (1971), de Don Siegel, Bienvenido, Mister Chance (1979), de Hal Ashby, La última película (1971) y Luna de papel (1973), de Peter Bogdanovich, French Connection. Contra el imperio de la droga (1971), de William Friedkin, Malas tierras (1973) y Días del cielo (1978), de Terrence Malick.
Eso sin olvidar Malas calles (1973), Taxi driver (1976), El último vals (1978) y Toro salvaje (1980), los cuatro largometrajes que definieron la mejor etapa de Martin Scorsese.
En los primeros años setenta, las trayectorias profesionales de los cachorros del Nuevo Hollywood empezaban a tomar cuerpo. Es así como Francis Ford Coppola fundó American Zoetrope, Steven Spielberg constituyó Amblin, y George Lucas puso con Lucasfilm el primer pilar de su gran imperio.
Desde la mitad de la década, esa joven generación varió el rumbo de la industria. La grandes compañías estadounidenses veían tambalear su imperio debido al gran déficit acumulado. Fue el momento oportuno para el cambio. El gran empresario de toda la vida dio paso a un grupo de accionistas, quienes a su vez pusieron al frente de sus empresas a ejecutivos eficientes que debían defender su puesto buscando auténticos taquillazos.

Una llamada de atención, que irremediablemente marcó al cine posterior, fue el estreno de Tiburón (1975), de Steven Spielberg, y, sobre todo, La guerra de las galaxias (1977), de George Lucas, dos películas sin las que es imposible entender el reciente mercado estadounidense.
Por esta vía, se entró de lleno en la era dominada por el box-office, la lista de éxito elaborada a partir de la recaudación. Se hablaba de películas que más recaudan en un fin de semana, pero poco a poco se fue acortando esa referencia para señalar cual es la más taquillera el primer día de estreno. El mundo del cine pasó, por consiguiente, a moverse por unos derroteros claramente comerciales.
Mientras los grandes directores como Billy Wilder, John Huston, Fred Zinnemann, George Cukor, Martin Ritt y Elia Kazan entraban en una zona crepuscular, surgía con fuerza el grupo formado por Don Siegel, Woody Allen, Bob Fosse, Robert Altman, Spielberg, Coppola, Martin Scorsese, George Lucas y Brian de Palma.
Estrenos de corte clásico, como El golpe (1973), de George Roy Hill, con Paul Newman, Robert Redford y Robert Shaw en los principales papeles, no parecían detener la marea de cambios que se avecinaba.
Consciente de ello, Francis Ford Coppola empezó a buscar una vía alternativa que le diera más independencia de la estructura industrial de Hollywood. Después de reunir un mínimo capital financiero, fundó a finales de 1969 la American Zoetrope, la productora que tanta relevancia tuvo en su vida.
En esta tesitura, Francis ayudó a George Lucas a sacar adelante sus primeros proyectos. Mientras tanto, abordó el encargo de la Paramount de dirigir El Padrino (1972), una sorprendente saga en torno a la mafia, escrita por Mario Puzo.
El resultado fue, como todos ustedes saben, fascinante. Y además consolidó a Coppola como uno de los mejores directores del momento. Comercialmente, fue una de las películas más taquilleras de todos los tiempos. Luego llegarían dos entregas más (El padrino II, 1974; El padrino III, 1990), que resultaron asimismo excelentes.

Coppola dedicó a Apocalipsis Now (1979) varios años de su vida y se empecinó en completar un rodaje que alcanzó altos grados de locura. Publicitado como una aventura obsesionante, ese viaje de Benjamin Willard (Martin Sheen) al encuentro del coronel Walter E. Kurtz (Marlon Brando) resultó una de las historias visuales más impactantes que jamás se han visto sobre el conflicto de Vietnam.
Por medio de Zoetrope, Coppola deseaba consolidar un equipo de trabajo con el que se pudiera hacer frente a producciones de bajo coste y con la máxima independencia. Él ejerció como propietario, George Lucas fue el vicepresidente de la firma –se separaron después de rodar THX 1138– y Mona Skager, la encargada de la administración.
Dando un respiro a los acreedores, los primeros proyectos fueron avalados por Warner Bros-Seven Arts.
Zoetrope dispuso de un local que pronto dispuso de una amplia gama de equipos de rodaje y postproducción. Tras rodar El Padrino, Coppola volvió a consolidar el estudio. Para ello compró un edificio en San Francisco. También compró un teatro (el Little Fox, donde pensaba crear una escuela de actores), dispuso de una revista, City, que desapareció en 1976, y fue accionista de Cinema 5, una empresa que distribuyó películas extrajeras en Estados Unidos.
Después de una nueva crisis, en 1979 adquirió los Hollywood General Studios, que fueron revendidos cinco años más tarde –para salir de otra crisis– al millonario canadiense Jack Singer.

Antes cité Tiburón, una película de género que llevaba una carga de profundidad. Es un buen punto de partida para hablar de otras películas que, desde el terror y la fantasía, describían aquel tiempo en el que la guerra del Vietnam, la contracultura y el empleo de drogas condicionaron el pensamiento juvenil.
El estilo documental a la hora de mostrar la violencia reaparecía en La matanza de Texas (1974), de Tobe Hooper, título en el que los psicópatas eran una familia de carniceros del Medio Oeste, liderados por el benjamín, un gigante deforme que cubría su rostro con una piel humana. “Leatherface”, que tal era su nombre, pronto se hizo popular entre los aficionados, siendo el primer criminal de este tipo que despertaba las simpatías del público.
A finales de los sesenta, coincidiendo con la explosión demográfica, comenzaron a aparecer producciones en las que los niños eran el agente que trae el horror, comúnmente asociado con las fuerzas diabólicas. Tres títulos ejemplifican este contenido: La semilla del diablo (1968), de Roman Polanski; El exorcista (1973), de William Friedkin; y La profecía (1976), de Richard Donner.
Al margen de esa variante luciferina, el público experimentó ese mismo miedo gracias a ¡Estoy vivo! (1974), de Larry Cohen, y a Cromosoma 3 (1979), de David Cronenberg.
Stephen King, por entonces un pujante novelista de terror, dio al cine un primer argumento que también se relacionaba con la infancia. La adolescente de Carrie (1976), de Brian De Palma, tiene poderes psíquicos que, por culpa de su opresiva madre y de la incomprensión de sus compañeros, desembocan finalmente en una masacre. Niños y jóvenes parecían destinados en esta etapa a convertirse en portadores de desgracia en una mayoría de títulos.
En la referencia a “Leatherface” quedaba consignada una nueva tendencia de los aficionados, cada vez más proclives a simpatizar con el villano en lugar de con el héroe. Producciones como Las colinas tienen ojos (1977), de Wes Craven; La noche de Halloween (1978), de John Carpenter; y Viernes 13 (1981), de Sean S. Cunnigham, contaban con personajes centrales de conciencia alterada, sádicos y generalmente guiados exclusivamente por el único afán de asesinar al número máximo de víctimas.

En contraste, la ciencia ficción proponía argumentos mucho más esperanzadores. La guerra de las galaxias (1977), de George Lucas, es una de las películas más populares de todos los tiempos. Además, inauguró una nueva edad de oro del género, convertido ya en un estilo en el que incluso era posible mezclar elementos del cine bélico, el western y el cine de capa y espada.
Las dos primeras continuaciones, El Imperio contraataca (1979), de Irvin Kershner; y El retorno del Jedi (1983), de Richard Marquand, convirtieron la saga galáctica en una fuente constante de beneficios, gracias a la mercadotecnia derivada de su explotación, a los pases televisivos, a la venta en vídeo y a los reestrenos.
El mismo año que Lucas consiguió su gran éxito, llegó a las pantallas Encuentros en la tercera fase (1977), de Steven Spielberg, film que recoge la inquietud existente en esas fechas por los platillos volantes. La imagen de los alienígenas era, en este caso, genuinamente benéfica.
Se diferencia por ello de lo propuesto en Alien, el octavo pasajero (1979), de Ridley Scott, cuyo protagonista era un extraterrestre adaptado evolutivamente para la guerra. A medio camino entre el horror y la ciencia-ficción, está película fue una buena muestra del refinamiento estético de su realizador, algo ausente en su entretenida secuela Aliens, el regreso (1986) de James Cameron.
La nostalgia por la ciencia-ficción clásica, originada por el film de Lucas, dio lugar a toda una serie de producciones en las que se revisitaban los viejos temas del género. Así, Star Trek, la película (1979), de Robert Wise, era una versión cinematográfica de la teleserie del mismo nombre creada por Gene Roddenberry en los sesenta. La reposición de los episodios televisivos y la producción de otros nuevos, así como la elaboración de nuevas películas han convertido todos los derivados de Star Trek en sinónimo de negocio.
Esa mirada al pasado que promovió la producción de Star Trek fue la misma que permitió proyectos como Flash Gordon (1980), de Mike Hodges; y Superman (1978), de Richard Donner. En ambos casos el punto de partida eran populares cómics de los años treinta.
En la huida hacia adelante de los grandes estudios, éstos desarrollaron el cine de catástrofes (La aventura del Poseidón, 1972; El coloso en llamas, 1974). Los géneros comenzaban a revisarse a sí mismos, estableciendo nuevos códigos que suponían un cóctel en el que cabe un poco de todo.
Junto a los directores del Nuevo Hollywood surgió otra generación de actores que renovó el star system. Fue así como Harrison Ford, Richard Dreyfuss, Robert de Niro, Harvey Keitel coincidieron en los estudios con Dustin Hoffman (Perros de paja, 1971), Al Pacino (Serpico, 1973), Robert Redford (Todos los hombres del presidente, 1976), Sylvester Stallone (Rocky, 1976), John Travolta (Fiebre del sábado noche, 1977, Grease, 1978), Christopher Walken (El cazador, 1978), y con actrices de la talla de Jane Fonda, Diane Keaton, Jill Clayburgh, Sissy Spacek, Meryl Streep, Jessica Lange, Geneviève Bujold, Susan Sarandon y las jovencísimas Jodie Foster y Nastassia Kinski.
A mediados de los setenta, Woody Allen comenzó a trabajar en una línea más personal, con una inclinación hacia la tragicomedia, en donde el escenario de su vida, Nueva York, le sirve para mostrar esos complejos que le impiden progresar en sus relaciones con el sexo opuesto. Es así como surgen Annie Hall (1977), Manhattan (1978) y Sueños de un seductor (1972). La receta es sofisticada: Allen tiene que vivir atado sus vivencias más personales para alumbrar nuevas historias. No obstante, su admiración por la literatura y el cine europeos le lleva a realizar una serie de películas en las que se identifican Leon Tolstoi (La última noche de Boris Grushenko, 1975) e incluso William Shakespeare (Comedia sexual de una noche de verano, 1982).
Robert Altman la experiencia televisiva le permitió independizarse y fundar su propia productora, la Lion’s Gate, con la que dirigió dos películas que, aun siendo trabajos modestos, le permitieron entrar en el ritmo de trabajo de Hollywood, sobre todo cuando llegó a sus manos, después de haber sido rechazado por muchos directores, el guión de MASH (1970), una historia sobre un equipo de médicos y enfermeras que trabajan en la guerra de Corea. La película recibió varios premios internacionales y se convirtió en uno de los títulos más taquilleros del momento.
A partir de esta fecha, la carrera de Altman avanzó por todos los géneros cinematográficos, explorando realidades vitales muy diversas. Por esas fechas, se convirtió en productor de directores como Alan Rudolph, Robert Benton y Robert M. Young. En estos años le dieron fama Nashville (1975), un fresco coral sobre el mundo del country, la desmitificadora Buffalo Bill y los indios (1976), en la que daba un repaso a uno de los personajes más carismáticos del Oeste, y Un día de boda (1978), crítica a ciertos convencionalismos sociales.
En Francia, país que admira a Allen y a Altman, los movimientos políticos de finales de los sesenta dieron paso a la producción de películas más comprometidas como Z (1969) y Estado de sitio (1973), ambas de Costa Gavras, o El atentado (1972), de Yves Boisset.
También los cambios políticos del país animaron a una revisión de la historia desde perspectivas muy diversas. Son los casos de Lacombe Lucien (1974), de Malle, Violette Nozière (1978), de Chabrol, Lancelot du Lac (1974), de Bresson, y Que empiece la fiesta (1971), de Bertrand Tavernier.
Muchos directores consiguieron, gracias a la apertura de pequeñas salas en las ciudades más importantes del país, que sus películas fueran vistas por sus más incondicionales. Citaré en este sentido a Chabrol (Relaciones sangrientas, 1973), Bresson (El diablo probablemente, 1976), Truffaut (La noche americana, 1976), quienes compartieron cartelera con colegas como André Cayatte (El veredicto, 1974), Jacques Rivette (Celine y Julia van en barco, 1974), Robert Enrico (El viejo fusil, 1975), Claude Lelouch (Le bont et les méchants, 1976), Pierre Granier-Deferre (Una mujer en la ventana, 1976) y Jacques Deray (Los granujas, 1977).

El cine alemán también tuvo repercusión en el panorama mundial, gracias a directores tan personales y sugerentes como Wim Wenders (Alicia en las ciudades, 1974; El amigo americano, 1977), Volker Schlöndorff (El tambor de hojalata, 1979), Werner Herzog y Rainer W. Fassbinder.

Por su parte, el cine italiano continuó con la misma línea de producción que le caracterizó durante los sesenta. Ahí nos encontramos con Elio Petri (Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha, 1970), Federico Fellini (Amarcord, 1973), Bernardo Bertolucci (Novecento, 1976) y Francesco Rosi (Cristo se paró en Eboli, 1979).

Maestro de maestros, su compatriota Luchino Visconti siguió dando muestras de distinción narrativa con Muerte en Venecia (1971), Ludwig (1972), Confidencias (1974) y El inocente (1976).

Por lo que se refiere al cine británico, conviene saber que estaba relativamente bloqueado por la producción que Hollywood llevaba a cabo en los estudios londinenses. Muchos cineastas locales decidieron que lo más idóneo era rodar bajo el paraguas norteamericano. No obstante, se estrenaron películas como El expreso de medianoche (1978), de Alan Parker, así como los nuevos trabajos Stanley Kubrick (La naranja mecánica, 1971; Barry Lyndon, 1975), Ken Russell (La pasión de vivir, 1971; El Mesías salvaje, 1972), el grupo Monthy Pyton (La vida de Brian, 1977), Ken Loach (Vida de familia, 1971) y Derek Jarman (The Tempest, 1979).

El otro lado del Atlántico, durante el mandato de Perón, el cine argentino se recuperó muy favorablemente, alcanzado una cuota de mercado jamás sospechada. Quizás, fruto de la nueva política impulsada desde el Instituto Nacional de Cinematografía (dirigido por Mario Soffici) y el Ente Oficial de Calificaciones (dirigido por Octavio Getino) fue el éxito obtenido por películas como La Patagonia rebelde (1974), de Héctor Olivera, Boquitas pintadas (1974), del ya maduro Leopoldo Torre Nilsson; Quebracho (1974), de Ricardo Wulicher; y La Raulito (1974), de Lautaro Murúa.
Tras el golpe militar de 1976, el cine argentino entró en un camino difícil, en el que todo fueron obstáculos: censura, control y falta de una política coherente en el negocio cinematográfico y apertura del mercado al cine extranjero sin cortapisas de ningún tipo. Todo ello dificultó el estreno de películas argentinas. Sin embargo, existió cierta producción con nombres como Raúl de la Torre, Juan José Jusid, Héctor Olivera, Alejandro Doria, Adolfo Aristarain, Sergio Renán y David J. Kohon

En Brasil Galuber Rocha, Nelson Pereira dos Santos y Rui Guerra mantuvieron su línea anterior.

Con la llegada de Salvador Allende al poder chileno en 1970, Miguel Littin quedó al frente de la remozada Chile Films, y con la ayuda del Estado el cine local vivió una nueva época, abordando tanto en cortos como en largometrajes aspectos de la vida social y política del país.
Esta ayuda se extendía al sector de la distribución (se fundó la Distribuidora Nacional) y exhibición (con una red de salas estatales), con la intención de abrir huecos en las pantallas cinematográficas, y que dio lugar a títulos dirigidos por Helvio Soto (Voto + fusil, 1970), Patricio Guzmán (El primer año, 1972), Aldo Francia (Ya no basta con rezar, 1972) y Miguel Littin (Compañero presidente, 1972).
La aventura cinematográfica iniciada bajo la presidencia de Allende se vio truncada con el golpe militar del general Augusto Pinochet (septiembre de 1973). Por esas fechas se encontraba Patricio Guzmán rodando La batalla de Chile: la lucha de un pueblo sin armas, un largo documental que pretendía ser un testimonio de la vida social y política del país.

Fueron años muy importantes para el cine australiano, que se dio a conocer a nivel internacional después de haber vivido aletargado durante décadas. Con la ayuda de la administración pública, nuevos directores consiguieron realizar películas sobre temas autóctonos, pero con una mirada universal. Trabajan en estos años Bruce Beresford, Phillip Noyce, Fred Schepisi, Peter Weir (Picnic en Hanging Rock, 1975) y George Miller (Mad Max, 1979).

El mismo periodo se vivió en el cine de Hong-Kong como el de mayor repercusión externa. Gracias, fundamentalmente, a las películas de artes marciales interpretadas por Bruce Lee (Kárate a muerte en Bangkok, 1971) y Jackie Chan (La serpiente a la sombra del águila, 1978).
HISTORIA DEL CINE VIII. LOS AÑOS 60
Tiempo de renovación



En términos industriales, la década de los sesenta fue sumamente interesante. La Paramount pasó a manos de la petrolera Gulf and Western Industries (1966) y el empresario multimillonario Kirk Kerkorian compró la Metro Goldwyn Mayer (1969). De ahí en adelante, los demás Estudios comenzaron a pasar de unas manos a otras a lo largo de las décadas siguientes, hasta consolidar los megaimperios audiovisuales que hoy controlan la producción en todos los frentes.
Siguiendo una pauta marcada en la década anterior, muchos realizadores de los años sesenta siguieron realizando producciones de bajo presupuesto y peregrinos planteamientos argumentales. Sin embargo, el cambio social favorecía otro tipo de contenidos, acordes con la era del pop.
La llamada generación de la televisión, formada por John Frankenheimer, Sidney Lumet, Martin Ritt, Robert Mulligan y Arthur Penn, entre otros, irrumpió con fuerza en el cine comercial, aunque con resultados desiguales.
Con una trayectoria más personal, destacaron Sam Peckinpah (Grupo salvaje, 1969) y Richard Brooks (Los profesionales, 1966). Mientras tanto, un genio superviviente de la edad dorada, Billy Wilder, rodaba títulos tan soberbios como El apartamento (1960), Uno, dos, tres (1961) e Irma la dulce, 1963).
El cambio social se formuló en Estados Unidos en un plano determinante: el de los derechos civiles. El antirracismo fue apoyado por Hollywood, y cobró forma en películas como la maravillosa Matar a un ruiseñor (1963), de Robert Mulligan, Adivina quién viene a cenar esta noche (1967), de Stanley Kramer, y En el calor de la noche (1967), de Norman Jewison.
Fueron los años de consolidación de una producción de serie B, que buscaba el entretenimiento a partir de una raquítica inversión. Se trata del cine impulsado, entre otros, por Roger Corman, maestro de toda una generación de profesionales, y piedra angular de la revolución que se avecinaba en el seno de la industria de Hollywood.
Fueron también los polémicos años de Confidencias a medianoche (1959), Amores con un extraño (1963), El prestamista (1965), ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1966) y El graduado (1967). En definitiva, películas que obligaron al sector de la producción a revisar definitivamente el código de autocensura.
El cambio fue gradual pero inevitable. Llegó al público con las producciones neoyorquinas del New American Cinema de los hermanos Mekas, con las películas de John Cassavetes (Shadows, 1961), con el erotismo desmedido de Russ Meyer (El valle de las muñecas, 1967), con las extravagancias de Andy Warhol y Paul Morrisey (Flesh, 1968) y con el desencanto bohemio de Cowboy de medianoche (1969) y Buscando mi destino (1969).

Desde Francia, los directores tomaron la iniciativa y renovaron un panorama comprometido con la vanguardia y con las nuevas corrientes filosóficas. Ahí adquiere sentido la obra de Alain Resnais (El año pasado en Marienbad, 1961; Muriel, 1963), Claude Chabrol (Ofelia, 1962; La mujer infiel, 1968), Louis Malle (Fuego fatuo, 1963; ¡Viva María!, 1965), Agnès Varda (Cleo de 5 a 7, 1962), Claude Lelouch (Un hombre y una mujer, 1966) y Eric Rohmer (Mi noche con Maud, 1969).
Ajeno al vaivén intelectual que llevó a Mayo del 68, el tándem formado por el director Gérard Oury y el actor Louis de Funès impulsó una comedia castiza, muy popular en su momento (El hombre del cadillac, 1965; La gran juerga, 1966).
Como nexo de unión entre ambas propuestas, y en un intento de transmitir al público una idea de que todo lo que se hacía era cine francés, los actores y actrices evitaron de manera decisiva que la industria viviera una situación de grave crisis. Así, la presencia de nombres clásicos como Jean Gabin, Fernandel, Michèle Morgan, Simone Signoret o Jean-Louis Trintignant facilitó la actualidad de rostros como Brigitte Bardot, Jean Paul Belmondo, Jeanne Moreau, Delphine Seyrig, Catherine Deneuve, Alain Delon, Jean-Pierre Léaud, Yves Montand y otros muchos.
En esta misma coyuntura se encontraba el Free Cinema británico, paralelo a los jóvenes airados que tenían en la literatura su vehículo de protesta. Lindsay Anderson (El ingenuo salvaje, 1962), Tony Richardson (Mirando hacia atrás con ira, 1959; La soledad del corredor de fondo, 1962) y Karel Reisz (Sábado noche, domingo mañana, 1960) conectaron con las inquietudes europeas y facilitaron el trabajo de directores como Joseph Losey, John Schlesinger y Stanley Kubrick.

Lejos, pero al mismo tiempo cerca de todos estos grupos europeos, figuraba la producción brasileña, que ya había sido reconocida internacionalmente en la década anterior. El Cinema Novo tenía sus raíces en las películas sociales de Nelson Pereira dos Santos, y su máximo renombre lo alcanzó por medio de títulos como Vidas secas (1963), de Pereira dos Santos, Dios y el diablo en la tierra del sol (1964) y Terra em transe (1966), de Glauber Rocha.

Quizás el director que mejor conectó con esa inquietud en Italia fue Michelangelo Antonioni. A partir de La aventura (1960), inició y consolidó un periplo por el universo de la incomunicación del hombre en la sociedad en la que pretende sobrevivir. Así construyó La noche (1961), El eclipse (1962) y El desierto rojo (1964), en años de gran intensidad creativa que le llevaron a tratar un mismo tema, el fracaso existencial, desde perspectivas complementarias. Obtuvo la Palma de Oro por Blow-up. Deseo de una mañana de verano (1966).
Otros compatriotas suyos avanzaron por caminos muy personales, con películas de marcado carácter político e intelectual. Eran los casos de Pier Paolo Passolini (Teorema, 1968), Bernardo Bertolucci (El conformista, 1969), Francesco Rosi (Salvatore Giuliano, 1962) y Gillo Pontecorvo (La batalla de Argel, 1966).
Los cineastas de los países del bloque soviético se enfrentaron a la intransigencia de los regímenes comunistas. Toda una nueva generación demostró su potencial creativo.
Un simple repaso nos permitirá ver en qué medida aquél era un cine brillante. No en vano, salen a relucir Milos Forman (Los amores de una rubia, 1965) en Checoslovaquia; Andrzej Wajda (Cenizas y diamantes, 1958), Jerzy Kawalerowicz (Madre Juana de los Angeles, 1961), Román Polanski (Cuchillo en el agua, 1962), Wojciech J. Has (El manuscrito encontrado en Zaragoza, 1964) y Krysztof Zanussi (La estructura de cristal, 1969) en Polonia; Miklos Jancsó (Los desesperados, 1965) en Hungría; y Dusan Makavejev (La tragedia de una empleada de teléfonos, 1966) en Yugoslavia.
Cambiando los ejes del cine de horror, Psicosis (1960) confirmó la capacidad de Hitchcock para consolidar las emociones en el espectador a partir de una soberbia puesta en escena. Lo mismo cabe decir sobre Los pájaros (1963), donde el maestro inglés apuesta por el fantástico sin perder la perspectiva realista.
En todo caso, el cine de género también se dejó llevar por las nuevas corrientes de pensamiento y por la estética reluciente del pop.
Un personaje literario, James Bond, creado por Ian Fleming, dio origen a una de las franquicias más duraderas y atrayentes de toda la historia del cine. En poco tiempo, proliferaron los imitadores del agente secreto en las cinematografías de Europa y América. Por estas fechas, el actor Sean Connery, encarnado de llevar el personaje a la pantalla, se convirtió en una celebridad.
Recurriendo a una conocida novela de H.G. Wells, El tiempo en sus manos (1960), de George Pal, ofrecía una temible imagen del futuro. Otro argumento novedoso fue el propuesto por El pueblo de los malditos (1960), de Wolf Rilla, donde los alienígenas encarnaban a su progenie a través de las mujeres de un pequeño pueblo.

En Francia se produjeron dos películas que tenían en común su voluntad de homenajear a la ciencia-ficción más popular, aunque desde posiciones intelectuales muy diferentes. Lemmy contra Alphaville (1965), de Jean Luc Godard, proponía una aventura casi surrealista del detective Lemmy Caution. Por el contrario, Barbarella (1968), de Roger Vadim, tenía mucho de parodia, exagerando más si cabe las situaciones ofrecidas en el comic homónimo en que se basa.
Pero la verdadera revolución en el género llegó con 2001: Odisea del espacio (1968), de Stanley Kubrick. Esta aventura metafísica, plásticamente asombrosa, ofrecía una versión del desarrollo humano que tiene un claro componente religioso, si bien oculto tras la parafernalia de imágenes que conducen al espectador del los albores del hombre a su último salto en la evolución, convertido en el niño cósmico que flota en el espacio al final de la película. Por el rigor de su elaboración y la profundidad de sus contenidos, dicho largometraje fue pronto considerado ciencia-ficción para adultos, algo parecido a lo que sucedió con el film ruso Solaris (1971), de Andrei Tarkovski.